Editorial
Ver día anteriorDomingo 12 de marzo de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El Valle de San Quintín y los resabios del esclavismo
C

omo si tuviera la capacidad de repetirse periódicamente, la situación de los jornaleros agrícolas del Valle de San Quintín vuelve cada tanto a ocupar la atención pública, prueba irrefutable de que las dramáticas condiciones laborales en que esos trabajadores se desenvuelven desde hace años no han mejorado. De hecho, parece que ni siquiera están cerca de hacerlo: jornadas extenuantes y mal pagadas, carencia de equipos que favorece una variada gama de enfermedades, ausencia de seguridad médica y social, inexistencia de una política de salud pública, abusos sexuales contra las mujeres y explotación infantil se acumulan en esa zona –la que mayores índices de pobreza extrema tiene en Baja California– para configurar un cuadro de situación más propio del esclavismo que del siglo XXI. Y, naturalmente, represión y cárcel para quienes impulsan, encabezan o simplemente secundan medidas de protesta encaminadas por lo menos a aliviar mínimamente el deplorable estado de cosas.

La sola lista de padecimientos que aquejan a hombres, mujeres y niños que se afanan sobre la veintena de campos de cultivo extendidos en el valle da una idea de la precariedad en que trabajan: a las enfermedades gastrointestinales, respiratorias y de la piel que resultan del contacto sin protección con las sustancias tóxicas de los pesticidas, se le agregan frecuentes casos de insolación, picaduras de animales ponzoñosos y accidentes laborales de distinto tipo. Mientras tanto, la docena de empresas asentadas en el valle (que está a unos 300 kilómetros de la frontera con Estados Unidos) capean el eventual temporal de protestas que se levanta de cuando en cuando, sin que ninguna autoridad intervenga con el empeño y la voluntad suficientes como para corregir la evidente injusticia.

La movilización y huelga de brazos caídos llevada a cabo en marzo de 2015 en San Quintín, en cuyo transcurso hubo enfrentamientos que culminaron con varios jornaleros heridos y 200 detenidos, generó algunas expectativas de mejoramiento: los quejosos (mayoritariamente zapotecos, mixtecos y nahuas del sur del país) exigían, en esencia, jornadas laborales más razonables, aumento a sus raquíticas percepciones y un proceso de incorporación al Seguro Social que les brindara cierta garantía en materia de atención a la salud. A dos años de aquellos episodios, sin embargo, los más de 80 mil trabajadores del valle mantienen prácticamente todas sus demandas en pie, por la sencilla razón de que los logros obtenidos tras el conflicto fueron reducidos: las compañías agrícolas se limitaron a proponer un módico incremento, mismo que utilizaron como argumento para aumentar, de paso, los volúmenes de trabajo asignados a cada jornalero (dicho volumen se mide en número de surcos a recorrer).

El caso de San Quintín es emblemático pero no único; en distintas entidades de la República hay más de 2 millones de jornaleros agrícolas (según datos del Inegi) –entre los cuales destaca la prevalencia de alguna lengua indígena– que trabajan en condiciones de vulnerabilidad rayanas en el desamparo.

Los gobiernos de México –éste y los que le sigan, de cualquier signo que sean– pueden formular previsiones de crecimiento económico, definir programas de desarrollo y decretar medidas oficiales orientadas a hacer de éste un país más justo; pero en tanto no se ocupen seriamente de acabar con los remanentes de esclavismo que todavía azotan a enorme número de hombres y mujeres, tendrán sobre sí una acuciante asignatura pendiente.