n un hecho insólito en la historia política estadunidense, el presidente Donald Trump acusó a su predecesor, Barack Obama, de haber intervenido los teléfonos de sus oficinas durante la campaña electoral. La acusación, realizada el sábado sin pruebas y mediante un canal informal –la red social Twitter–, ya fue rechazada por el ex mandatario por conducto de su portavoz Kevin Lewis, así como por James Clapper, ex director de la Inteligencia Nacional y, en tal carácter, coordinador de 17 agencias de inteligencia estadunidenses. Por su parte, el ex asesor de Seguridad Nacional de Obama, Ben Rhodes, señaló a Trump que el cargo de presidente de Estados Unidos no otorga la facultad de ordenar escuchas telefónicas.
La grave denuncia del político republicano se da en el contexto de la crisis de credibilidad que atraviesa su administración tras darse a conocer que su fiscal general (cargo equivalente al de secretario de Justicia) mintió bajo juramento al negar haberse reunido con el embajador de Rusia en Washington, Sergei Kislyak, cuando formaba parte del equipo de campaña que llevó al magnate a la Presidencia. Como agravante, las dos reuniones del fiscal ultraconservador con el diplomático ruso se produjeron al tiempo que las campañas electorales se veían sacudidas por la divulgación de llamadas telefónicas del equipo de la candidata demócrata Hillary Clinton, las cuales fueron presuntamente obtenidas por el espionaje de Moscú.
Los hechos referidos han propiciado un desencuentro entre Trump y las agencias de seguridad de su país, el cual podría agravarse después de que James Comey, director de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), pidió al Departamento de Justicia rechazar públicamente las declaraciones del presidente por falta de pruebas. Una fractura de tal magnitud en la cúpula del poder político estadunidense sólo se explica porque, si bien Trump lanzó sus acusaciones de manera personal contra Barack Obama, queda manifiesto que los actos de espionaje a los cuales alude implicarían necesariamente la participación del aparato de seguridad.
Esta enésima crisis en apenas mes y medio de gobierno no hace sino reforzar la impresión de que la presidencia de Trump se dirige hacia una acelerada demolición de todo lo que da sustento y razón de ser a la institucionalidad política estadunidense, situación indeseable más allá de los juicios positivos o negativos que puedan hacerse de ese sistema político.
El papel de Estados Unidos como la mayor potencia económica y militar del planeta, así como el principal centro de irradiación y asimilación cultural, hace que el proceder de su actual presidente no sólo afecte a este país, sino represente una amenaza de incertidumbre e inestabilidad globales. En esta medida, cabe hacer votos porque los exabruptos del mandatario sean contenidos por el entramado institucional que, hasta ahora, ha mostrado su capacidad para imponerse a las coyunturas.