Opinión
Ver día anteriorMiércoles 1º de marzo de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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os millones de mexicanos migrantes se fueron porque su país de origen no fue capaz de proporcionarles una vida digna. Durante décadas unos tras otros fijaron sus miradas en el próspero norte del continente y hacia allá se dirigieron con todos sus miedos, sueños y dolores a cuestas. Los pormenores de la travesía que emprendieron les era desconocida y para muchos fue ciertamente fatal. El calor, el desierto, las vallas, los maleantes o la corriente del río Bravo hizo las veces de sepultura. Casi nadie, fuera de sus cercanos, pareció notar sus ausencias, sufrimientos o muerte. Más todavía: los varios gobiernos (locales y federales) fingieron indiferencia ante sus precarias condiciones de búsqueda en el viaje y la aventura. A pie, ocultos en camiones, a nado o mediante otros medios de transporte, dejaron atrás su pertenencia a estas tierras. Muchos, miles de ellos, quizá millones, encontraron, después de incontables sufrimientos, múltiples maneras de subsistir y, también, de prosperar. Fundaron familias y proyectos de vida que se fueron pareciendo a lo que esperaban. Su nueva realidad les acomodó de variadas maneras y gustos. Adoptaron con rápida generosidad esa su nueva patria que, muy a pesar de los desprecios, les pareció acogedora, mucho mejor que la de sus ancestros. Otros, en cambio, también millones de ellos, fueron encarcelados por ilegales y deportados después. No se resignaron a retornar a sus miserias de origen y volvieron a intentar cruzar la frontera de sus ilusiones. Fue un ir y regresar incesante que se prolongó durante años y donde los sacrificios fueron continuos.

Mientras este fenómeno migratorio ocurría, aquí en México se instalaba toda una estructura capaz de subsumir para sí misma todas las oportunidades de vida que la nación fue capaz de generar. No todos los que quedaron aquí, aun cuando ayudaron a levantar tal estructura, fueron capaces de apropiarse o recibir lo necesario para satisfacer tanto sus necesidades como las genuinas aspiraciones entrevistas. Un puñado de individuos, bien pertrechado de favores, normas y medios adicionales, concentró, con inclemente celo depredador, la mejor y mayor parte de las abundantes riquezas del país. El reparto prevaleciente hoy en día en este México turbulento es ofensivamente desigual, profundamente injusto, inhumano e insostenible. Uno, tal vez dos de cada 10 mexicanos vive ahora más allá del río. Y ese conjunto de esforzados produce y consume más bienes y servicios que el resto de los que se quedaron. Más: envía, año con año, cantidades inmensas de recursos que permiten mantener la paz interna. Sin esas remesas, más el sol, las playas y el abundante petróleo que se dilapida sin miramientos, la continuidad de la famosa estructura levantada se pondría en entredicho.

Las políticas desplegadas por el actual gobierno republicano de Donald Trump está poniendo en grave riesgo a los migrantes en ese país, la mayoría de ellos de origen mexicano. Ese es y debe ser el principal asunto del que hay que ocuparse para asegurar la propia sobrevivencia. Basta ya de indiferencias e irresponsabilidades. El panorama que se cierne en el presente y futuro de la nación es de sumo cuidado. Las deportaciones masivas han comenzado y el ambiente que se ha impuesto a los migrantes viola, con saña, sus de por sí precarios derechos humanos. Toda la colectividad ha entrado en un estado de pánico e indefensión ante el terror desatado. Pero, como si lo que ocurre no fuera una amenaza presente, en México el sistema establecido continúa impávido su marcha. Sus beneficiarios se oponen de manera tajante a introducir cualquier cambio. No se adoptan medidas eficaces para instalar las prevenciones que puedan, al menos, neutralizar los efectos de tan dañino proceder del que, hasta ahora, se consideraba un gobierno socio y hasta amigo.

Aquí el dispendio de recursos es noticia cotidiana y nada apunta hacia la compostura o, al menos, la moderación. Miles de millones de los presupuestos federal y estatal se extravían sin que nadie, aparentemente, sepa adónde fueron a parar. Los latrocinios de los haberes públicos, bien documentados por lo demás, son socarronamente soslayados por la mera institución que debía procurar justicia. El cinismo rampante se apodera de la que debía ser urgente tarea de prevención en salud, educación o seguridad y, las altas esferas decisorias, continúan inmersas en sus festines de recursos: hasta la misma Suprema Corte de Justicia continúa sosteniendo que sus salarios y prestaciones son como son. La ley y hasta la Constitución es usada para justificar tan insolentes haberes mal empleados. Las élites mexicanas fingen creer que son merecedoras de hartos privilegios, mientras a los demás les chicanean hasta lo indispensable. Los partidos (PAN y PRI) se preparan para trampear sin mesura las elecciones venideras con los dineros públicos, al tiempo que presumen su espíritu democrático.

En las alturas continúa vigente la narrativa de que las importaciones de gasolinas y petroquímicos eran y son convenientes; una derivada impuesta por las leyes del mercado, arguyen. La revisión de supuestos equívocos y errores inducidos no forma parte del vocabulario de los responsables de tales acciones. Refinar crudo aquí ciertamente impedía los negocios de los traficantes de influencia. Nada se revisa de pasadas triquiñuelas que evitaron construir refinerías. Los entusiastas propagandistas de tal especie todavía se regodean, impunes, en jugosos puestos mientras se despilfarran enormes cantidades de las escasas reservas externas disponibles. El súbito cambio dictado por Donald Trump ha puesto en entredicho el modelo económico y la estructura establecida se tambalea todita. Y eso que apenas se conocen algunos detalles iniciales de su plan de gobierno que, en días futuros, se presentará con todas sus fieras pretensiones plutocráticas neoliberales.