l vasto informe general de la cuenta pública 2015, elaborado por la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y presentado el pasado miércoles ante la Legislatura, puede leerse fácilmente como guía del desajuste nacional. Los resultados obtenidos en las más de mil 600 auditorías realizadas por el máximo organismo fiscalizador del país ofrecen un panorama muy poco alentador, para expresarlo educadamente, sobre el destino de los recursos públicos en los distintos niveles de gobierno. En términos más llanos, el documento constituye una radiografía de la corrupción matizada con buena dosis de ineptitud.
Es difícil encontrar, en el informe, alguna instancia municipal, estatal o federal, así como cualquier otro ente que haya tenido que ver con el manejo o el ejercicio de los fondos públicos, que salga bien librado del examen practicado por los auditores. Tanto en el aspecto estrictamente financiero como en lo relacionado con el desempeño y el cumplimiento de metas previstas se advierten, en el mejor de los casos, groseros errores de cálculo y operación, y en el peor, la huella inconfundible de la rapiña.
El rosario de irregularidades que condujo a que durante el año auditado el erario se viera afectado en 165 mil millones de pesos incluye fondos destinados a fines imprecisos o mal aplicados, contrataciones disparatadas, obras inconclusas, resultados pobres con relación a los previstos, simulación de servicios y uso ineficiente de recursos. Pero en muchos casos las que parecen ser inocentes muestras de impericia no son sino formas de encubrir la corrupción que ha permeado copiosamente las estructuras del Estado. Que el informe comentado se circunscriba a 2015 –los tiempos de la ASF siempre tienen al organismo trabajando con retraso– es lo de menos: si se consultan ejercicios de años anteriores y se observan los apuros por los que pasan ahora mismo las instituciones públicas, no hay motivo para pensar que ese año haya sido más malo que los demás. En tal sentido, los términos del informe de la cuenta pública 2015 bien pueden servir para describir el estado actual de la administración de esos fondos, a lo más habrá que cambiar algunas cifras.
Contamos, pues, con información suficiente para saber adónde van a parar los fondos públicos (y esta expresión quiere decir simplemente nuestros fondos, es decir, los de todos los mexicanos), sabemos quién los recibió y los malgastó o –peor todavía– los convirtió en propios. Disponemos de evidencia documentada con fechas, lugares y nombres. Y hasta ahí.
Tener claro cuáles son los males es útil, pero no basta: es preciso adoptar medidas para terminar con ellos. Y en este punto resulta que las acotadas atribuciones de la ASF, su carácter de organismo puramente fiscalizador (como el de la antigua Contaduría Mayor de Hacienda, a la cual remplazó), la imposibilitan para tomar cualquier medida que vaya mucho más allá de la recomendación. Se interrumpe, de ese modo, lo que podría ser un proceso funcional para ir cortándole las salidas a la corrupción, poniendo el remedio allí donde se detectó la enfermedad, permitiendo la sanción de quienes se apropien del dinero público, pero prontamente, cuando son descubiertos sus manejos, y no en un brumoso futuro en el cual probablemente ya estarán a buen recaudo.
Transparentar ante la ciudadanía el modo en que se manejan los recursos del Estado es uno de los cometidos de la ASF. Ciertamente lo hace bien, pero mientras no disponga de articulación legal que permita sancionar de manera efectiva a quienes usan los dineros públicos para beneficio propio, sólo podrá limitarse, en cada ejercicio, a mostrar el recuento de los daños.