Opinión
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67 Festival Internacional de Cine de Berlín
Penúltimas patadas de ahogado

Berlín.

E

s feo decirlo, pero en Return to Montauk, la nueva realización del alemán Volker Schlöndorff, pesa cada uno de sus 77 años. Dedicada al fallecido escritor suizo Max Frisch, amigo del director, la película está de alguna manera basada en su personalidad en la delineación del protagonista Max Zorn (Stellan Skarsgard), novelista que viaja a Nueva York para presentar su nuevo trabajo. Aunque está acompañado por su pareja, Clara (Susanne Wolff), el hombre está interesado en rencontrarse con Rebecca (Nina Hoss), mujer con la cual tuvo una intensa relación hace 17 años y es la inspiración de sus nuevos escritos sobre el amor perdido. Convertida en una poderosa abogada, ella está renuente de verlo en un principio, pero acepta viajar juntos a Montauk, un lugar significativo en su historia común.

Siempre resulta difícil hacernos creer en cine que un personaje se dedique a la escritura, porque de inmediato se le pone a hablar en diálogos presuntuosamente literarios. Eso sucede aquí con el protagonista, pero también la gente que lo rodea. Y todas las pretensiones de su dilema amoroso suenan a pretexto intelectual para abordar lo que pudo haber sido. Max no es un personaje, sino un concepto de macho cabrío, que merece la soledad a la que parece estar condenado.

Los actores hacen su mejor esfuerzo por darle peso a lo que es, en esencia, una banal historia de amor imposible, si bien la dureza en los rasgos de Hoss la vuelven un muy improbable objeto del deseo. Al final de la proyección de la película se escucharon algunos aplausos de cortesía; quizá fueron algunos nostálgicos de El tambor de hojalata (1979).

Exhibida fuera de concurso, El bar marca el siguiente peldaño en la trayectoria descendiente del español Álex de la Iglesia. En su tercera colaboración con el guionista Jorge Guerricaechevarría, después de las excesivas Las brujas de Zugarramurdi (2013) y Mi gran noche (2015), el cineasta reúne a una decena de personajes variopintos en un bar madrileño, donde circunstancias misteriosas empiezan a diezmarlos y obligarlos a adoptar actitudes extremas. Nada se justifica ni se explica demasiado. El chiste es adoptar desde el primer minuto un tono de insufrible estridencia y no abandonarlo hasta el mero final. Los personajes gritan, se insultan y maltratan mutuamente en una lucha egoísta por la supervivencia. Lo único que queda de manifiesto es el enorme desprecio que su creador les tiene, al someterlos a todo tipo de humillaciones que culminan en un buceo por la repugnante cañería.

La película no es graciosa, pero sí grotesca en su intención de serlo. En particular, el indigente sobreactuado por Jaime Ordóñez –que cita a la Biblia a gritos cada vez que puede– debe ser uno de los personajes más irritantes en la historia reciente del cine.

Con esos títulos se está llegando a la recta final de esta Berlinale sin mucho brío. La verdad, la selección ha sido de una medianía desmoralizante. De los nombres que todavía pueden aportar algo, quedan el sudcoreano Hong Sang-soo y el rumano Cälin Peter Netzer. Que apareciera una película importante a estas alturas, sería prácticamente un milagro.

Eso sí, si alguien quiere llevarse un souvenir del festival, para recordar aunque sea algo, el catálogo de mercancías del Berlinale shop ofrece varios productos a precios algo exagerados. Un par de tenis, con el logo conocido del oso, cuesta nomás 179 euros. A ese precio uno esperaría que los zapatos caminaran solos.

Twitter: @walyder