on los más colonizados de todos los ciudadanos en este gran enclave colonial posmoderno que se sigue llamado México. El susto que manifiestan las clases altas y medio altas es de otra índole de el de quienes han sido pollos subterráneos, invisibles, calladitos y aguantadores. Los primeros creen que basta con los negocios y hábitos trasplantados de allá para acá y de acá para allá como la montaron en Houston, La Jolla, Miami o donde quiera que las rentas sean altas, como nuestros pirrurris de exportación que reinan en los condominios de lujo de Central Park. Bilingües hasta el piquito, basta hojear su prensa social y del corazón, sus redes ídem, sus códigos de consumo y pensamiento, su caló y su estilacho, para comprobar que viven, o creen vivir, en otra parte. En el colonialismo, como en todo, hay de clases a clases. Los colonizados que piden unidad en torno a su poder son beneficiarios directos de la colonización estadunidense, sus promotores, cómplices, mayordomos. Sus valedores.
Estudiaron o se entrenaron allá. No como los jardineros, jornaleros e intendentes que aprendieron acá a cosechar y trapear, y cuando les tocó cruzar la frontera se llevaron sus conocimientos de clase explotada, marginada, expulsada. El gobierno y la publicidad patronal les hicieron creer que allá era como acá, pero mejor, y que éramos socios. Tuvimos un presidente que condecoraba al migrante del año, al que más duro había trabajado para los vecinos del norte. Paternalismo rascuache. Que ahora los patrones de Washington les jalen el tapete los agarró descolocados. La siesta del Libre Comercio ya había durado mucho, y fue una auténtica fábrica de multimillonarios Forbes. Se confiaron.
La simbiosis colonizada empresarios-gobierno fue total: ideológica, económica, legislativa, intelectual. ¿Con qué cara pueden hablar hoy de identidad? Ya soñaban con libre comercio transpacífico, pastoreado siempre por Washington para tranquilidad del gobierno mexicano y los inversionistas que creyeron nadar de muertito. A tal grado que el Estado descuidó su embajada y sus consulados del norte, o mandó mercaderes y aprendices. ¿Cómo que a cada rato no hay embajador en Estados Unidos? Qué raro. ¿Será que se creyeron que no hacía falta, pues el propio gobierno federal se añadió al país vecino, una anexión venturosa? De ahí la cínica declaración del más reciente de los cancilleres improvisados que han encabezado la diplomacia mexicana, de que llegó al cargo para aprender. Y le pagamos por el aprendizaje, cuando debía ser al revés.
Pero tampoco se culpará de todo al patético canciller por andar penando en los pasillos de Washington a ver si lo pelan, viene con ánimo de colaboración. Ni al más reciente agente del neoliberalismo desnacionalizador, el que ocupa la secretaría de Economía. Son últimos eslabones de una triste sucesión de listos a los que les vieron la cara de tontos, desde el salinismo, y con ellos a todo el país. Ya ni ofende que el presidente yanqui se queje de que les hemos visto la cara, hemos abusado de su buena fe y toda esa cháchara, siendo todo lo contrario. Es un modelo prístino del newspeak orwelliano, y sobre todo del método Goebbels-Bannon. La mentira es la nueva verdad.
La colonización autista de los de arriba es impermeable a la evidencia y la conveniencia de Latinoamérica. Ellos más bien se disponen a dejarse obligar a sellar nuestra frontera, muro de por medio con todos esos países a los cuales pertenecemos. Para así quedar más solos que la una. Encerrados. Y esto sí es kafkiano. El agrimensor vejado a las puertas de un castillo al que nunca lo dejarán entrar. ¿No dijeron los ideólogos de la neocolonización –los mismos que marchan de pronto por la unidad y sacan el Himno Nacional de sus estadios– que la vocación
de México era Norteamérica?
Desmantelaron una tradición diplomática de pensadores, escritores, servidores públicos (¡y diplomáticos!) que nos honraron con actos de valentía, probidad, compromiso y generosidad en las noches fascistas de Europa y Sudamérica, en la contención nuclear, la no intervención, las terceras vías, los procesos de paz y reconciliación con estos países hermanos a los que después les dimos la espalda. Diplomáticos que defendían a México a la hora de sus decisiones soberanas y ante los engaños, traiciones y amenazas foráneas que, no nos hagamos tontos, siempre han venido del mismo lugar.