Opinión
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Lo que sí podría hacer Trump
S

ólo el vocero de la Presidencia de la República puede imaginar a la 101 división aerotransportada del ejército de Estados Unidos siendo lanzada sobre La Montaña guerrerense, o un desembarco de marines en playas de Tamaulipas. Seguramente habría formas más sutiles al alcance de Trump para cumplir su socarrona propuesta de sacarle las castañas del fuego al presidente Enrique Peña Nieto. Las artimañas de agencias estadunidenses: DEA, FBI o CIA, o grupos militares, son novelescas, infinitas en imaginación y efectividad.

Esos casos son una idea fantástica sin ninguna seriedad, pero sí las ha habido con antecedentes históricos irrefutables. El más contundente, por significar un atraco a muchos valores, fue el rapto del doctor Humberto Álvarez Machaín, el 3 de abril de 1990 en Guadalajara, por agentes estadunidenses auxiliados por dos policías mexicanos. La DEA, o sea, el gobierno de Estados Unidos, le imputaba la coautoría en la tortura y asesinato de su agente secreto Enrique Camarena y su piloto, en la misma ciudad, en 1985. Álvarez Machaín fue raptado de su propio consultorio, sustraído de territorio nacional y llevado a El Paso para ser juzgado y sentenciado por cortes estadunidenses, tal como sucedió.

México empezó un procedimiento legal valiéndose de los recursos que el propio derecho internacional y las leyes de ambos países ofrecen. El insospechado resultado de tales diligencias fue que el 15 de junio de 1992 la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos declaró que un acto como el perpetrado era legal. El entonces secretario de Relaciones Exteriores, Fernando Solana, planteó al presidente Salinas que se expulsara a los agentes de la DEA absurdamente acreditados en el país como agentes consulares, esto es, dueños de inmunidad.

La medida propuesta, muy digna, carecía de realismo. México había sido el promotor del Sistema Hemisférico de Información operado por nuestro Centro de Planeación para el Control de Drogas (Cendro) y que servía para obtener y compartir inteligencia criminal entre varios países, y en el que la presencia de la DEA era interesante. Expulsarla de México era expulsarla del sistema. Esa coordinación permitiría poco después aprehender a El Chapo Guzmán en Guatemala.

El resultado fue fijar reglas que tomaron forma en un acuerdo signado por los secretarios de Gobernación, Relaciones Exteriores y el procurador general de Justicia el 3 de julio, para normar la presencia de dichos agentes en México en cuanto a no poseer inmunidad consular, número de agentes, zonas de acción, impedimentos para participar en operaciones y para portar armas.

El Departamento de Justicia montó en cólera, y por boca del propio procurador, en su oficina en Washington me expresó su indignación por que México sentaba un terrible precedente, y amenazó con una reacción negativa de su congreso respecto de la aprobación del TLCAN. En un diálogo personal entre el presidente Salinas y George Bush, éste le concedió la razón, pero nada cambió. Años después, el presidente Evo Morales, de Bolivia, expulsaría a la agencia de su país. Seguramente hay otros casos ejemplares.

El antecedente narrado, totalmente cierto, permite formular la hipótesis de que sí, el gobierno estadunidense se atrevería a llevar a cabo actos como el descrito, con temibles resultados para el país, para el gobierno y en lo personal para el presidente Peña Nieto. Nuestra única defensa ante hechos consumados sería el derecho internacional público y el sistema de justicia estadunidense, aunque, con base en el caso Álvarez Machaín, sería previsible su conducta.

Por parte de México, qué otros recursos podría activar si uno o varios políticos de alto nivel, militares o policías fueran raptados y presentados, como El Chapo, ante cortes de Estados Unidos con cargos semejantes. El escándalo sería mayor y más lesivo que la traída y llevada comunicación telefónica entre los presidentes. El destrozo para el prestigio nacional, ahora tomando cuerpo en el ridículo, sería inconmensurable y los efectos internos inimaginables.

Atrevimientos semejantes serían para Trump un acto más de congruencia con los ya ejecutados. Un acto consecuente con la cadena que se inició con la invitación al entonces candidato republicano para entrevistarse con Peña Nieto, a iniciativa del taumaturgo doctor Videgaray. Un acto así u otro de equivalente factura, o peor, una serie de actos simultáneos, pondrían al gobierno de Peña en la picota, nada más que ésta sería ya letal.

Este es el nivel que en el pasado han alcanzado episodios semejantes, por lo que es claro que el único recurso que está al alcance del gobierno mexicano es un firme acto de carácter preventivo. Audaz, riesgoso, sí, pero único: advertir a Trump que a pesar de las disparidades de todo orden entre los países, hay límites que no pueden ser rebasados. De no haber un gesto de advertencia, se seguirá en esa actitud de tolerancia que sólo conduce a asumir más y más el triste y costoso papel de víctima.