Visitaron las obras de Hokusai, Hiroshige y Utamaro, en el Palacio Real, 180 mil personas
La colección exhibida fue prestada por el Museo de Arte de Honolulú, de Hawai
Lunes 6 de febrero de 2017, p. 9
Milán.
La exposición dedicada a las tres grandes estrellas del ukiyo-e japonés Hokusai, Hiroshige y Utamaro, en el Palacio Real, prestada integralmente por el Museo de Arte de Honolulú, de Hawai, con curaduría de Rossella Menegazzo, concluyó el domingo pasado con 180 mil visitantes en cuatro meses de exposición.
Gran éxito que demuestra la fascinación que ha despertado el arte xilográfico del ukiyo-e en Occidente, sobre todo en el último quinquenio. Una predilección de tradición que remonta a la segunda mitad del siglo XIX, a partir de la apertura forzada del país nipón tras siglos de aislamiento, contacto que en Occidente dará vida al japonisme, moda que invadió todas la artes, desde Madame Butterfly hasta los impresionistas, influenciando su pintura no sólo como citación exótica, sino como vehículo de ruptura de las reglas académicas a las que se oponían.
No es casual que la retrospectiva de Hokusai –en este momento el delfín
del ukiyo-e en las grandes exposiciones en Berlín, Boston y próximamente en el Museo Británico, de Londres (mayo), y la Galería Nacional de de Victoria, en Melbourne (junio)– superó en el Grand Palais de París en 2014 los 357 mil visitantes con un inmenso despliegue de 500 xilografías.
El ukiyo-e es el arte xilográfico japonés por excelencia de la época Edo (1615-1868), del que La gran ola de Kanagawa, de Hokusai, es imagen icónica no sólo de este estilo, sino del arte japonés y de nuestra cultura pop en general: parodiada por artistas, usada en campañas publicitarias, en la moda y hasta con un emoji en los teléfonos inteigentes. Es difícil no habérsela topado aun si conocer el nombre del artista.
La traducción literal de ukiyo-e es pintura del mundo flotante
, nombre aparentemente poético, pero que nace con una acepción negativa, porque representa el mundo profano del ser humano tomado en sus faenas cotidianas, lejos de los valores de búsqueda de trascendencia de la cultura clásica japonesa, en una dicotomía compositiva entre un paisaje desmesurado, pero estático; un perneo inamovible que parece representar la eternidad del universo contra la fugacidad de la vida humana, representado por el movimiento y actividad de éste como de pequeñas hormigas que resuelvan las faenas cotidianas: trabajando, viajando, tomando el té, copulando (ver shungas), etcétera.
Son imágenes que representan un cambio de era en la sociedad japonesa del tiempo abandonando el esquema elitista de la época samurai en favor de la naciente burguesía y de sus gustos y posibilidades de consumo, mediante un producto
asequible, fácilmente reproducible aun por centenares de copias con una sola matriz, vendidas como imágenes sueltas o en serie, recopiladas en forma de libro.
A pesar de su reproducibilidad, el ukiyo-e se caracteriza por la impecable calidad de la imagen; por ello, como en la exposición de Milán, pude darse el lujo de presentarse como cualquier exposición de obra única y disfrutarse como tal y no como producto editorial.
Pero, ¿quiénes son los nombres que protagonizaron la muestra? Tres artistas de distinta generación, activos entre el último cuarto del siglo XVIII y mediados del siguiente, que elevaron el ukiyo-e a su expresión más fina y acabada.
Intentando esquematizar el estilo de cada uno, no sin el riesgo de simplificación, podría decirse lo siguiente: Utamaro es considerado el pionero del retrato japonés, pintor sin rival de la mujer, del eros (realizó 30 álbumes eróticos) y del teatro; por ello su estilo es el más reconocible. La obra de Hokusai es un equilibrio entre paisaje y figura humana, y la de Hiroshige –el más joven de los tres– es más bien de paisaje; maestro en la representación de la lluvia y de la nieve.
Cada artista tiene su paleta de color y estilo distintivo. En Utamaro, por ejemplo, dominan los rosas, los pasteles pálidos. Según dice Kawai Masatomo en el catálogo: “Hokusai fue el primero en introducir para la serie del Fuji (ver La gran ola) un pigmento químico de importación: el azul de Prusia. A Hiroshige le gustó tanto que lo utilizó tan profusamente en su obra que terminó por adquirir el nombre de azul de Hiroshige”.
La serialidad caracteriza también la estructura de la obra y su temática, dividida entre otros por: poetas, mujeres, naturaleza (flores, aves, insectos), cascadas, puentes, etcétera. Lugares relacionados con sitios famosos del Japón concebidos en una época de movilidad impuesta, entre las ciudades de Kioto y Edo (actual Tokio). Entre éstas cabe destacar la serie de las Cincuenta y tres estaciones de la Tÿkaidÿ (1848-1849), considerada la obra maestra de Hiroshige, y las Treinta y seis vistas del Monte Fuji (1830-1832), de Hokusai, donde el público atento habrá podido darse cuenta –como en La gran ola– de que asoma tímido al fondo el Monte Fuji.
Inspiración de grandes
La clave del éxito actual puede explicarse por ser una imagen exótica ma non troppo, filtradas en nuestro imaginario desde los cuadros de los impresionistas que son en sí mismos artistas patrimonio de la cultura de masa, presentes en cuadros como el Retrato de Père Tanguy, de Van Gogh, o en el Retrato de Émile Zola (1868), de Monet, entre muchos más. Asimismo, Edmond de Goncourt escribió la primera monografía de Hokusai (1905), y en ese mismo año Claude Debussy terminó El mar, inspirado en La gran ola.
Sin embargo, la verdadera lección y mi intento de respuesta me la dio un grupo escolar de niños no más grandes de seis años, con alguno de los cuales compartí la visión de los cuadros que pronto dejé de observar ante un espectáculo que me dejó atónita, como nunca me había pasado: subidos de puntitas con sus minúsculos ojitos escrutaban con un interés que parecía devorar cada detalle del cuadro ¡en completo silencio! Entendí cómo este arte se ha filtrado en la cultura de masa a través de las caricaturas y de los videojuegos tan familiares para las nuevas generaciones, que incluso los niños logran decodificar imágenes cultas.
Pero esta reflexión puede llevarnos aún más allá. Si alguien hubiera querido ver La gran ola, no hubiera tendido que viajar necesariamente a Milán, sino que pudo haber ido a Los Ángeles, Nueva York, París o Londres, cuyos museos las conservan. Pero veámoslo aún más radicalmente… es probable que se pudiera organizar la primera exposición absolutamente global; es decir, realizar más de una exposición idéntica o casi, en polos opuestos del mundo, por no ser obras únicas. ¡Creo que Andy Wharhol o Walter Benjamin hubieran adorado la idea! ¡Kampai!