n los debates en la Asamblea Constituyente de la ciudad, en un apasionado discurso contra la crueldad a los animales y en defensa de estos seres que acompañan al género humano desde los más lejanos tiempos, una vehemente diputada hizo alusión a una opinión superficial que di en una conversación de pasillo; la mención a mi persona pasó al anecdotario del órgano después de una explicación de mi parte en la que aclaré que se me malinterpretó y era un malentendido.
El comentario que ahora agradezco, dio pie a la breve respuesta en la que detallé estar en contra del maltrato a los animales, pero tuvo también un efecto lateral, me hizo reflexionar posteriormente acerca de los contactos que a lo largo de los años he tenido con mascotas, en especial con perros. Mi primer recuerdo matizado por charlas familiares escuchadas por años en versiones diversas, con pequeñas variantes que aportaban los que contaban lo que adelante diré, como algo cercano a una travesura infantil o una ocurrencia chistosa de un niño inquieto; la anécdota es la siguiente:
Tenía unos ocho o nueve años y el lugar en que me pasaba la vida después de haber regresado de la escuela era la calle de Manuel Navarrete cerca de Casa del Niño, vía mal pavimentada, con pocos árboles llamados truenitos, pero siempre llena de infantes que jugaban y corrían. Tenía, y no sé donde lo perdí, un trompo colorado, un poco más grande y pesado que los de mis amigos, me gustaba hacerlo girar, oír su zumbido y balancearlo en la palma de mi mano, lo apreciaba, pero me atrajo más un ser vivo, un perrillo juguetón de Nacho, el hijo de un artesano vecino que no tenía trompo y ambicionaba tenerlo, así que hicimos un trueque, inventamos el comercio, él me dio su perro y yo le transmití la propiedad del trompo. Llegué muy sonriente a mi casa, donde no fui bien recibido por llegar, sin avisar, con el nuevo amigo que acaba de adquirir; no había iniciado aún el interrogatorio de mi madre sobre el animalito cuando tocó la puerta la madre de mi amigo, quien devolvió el trompo y se llevó al perro.
Mi frustración fue grande pero pasajera, pronto el incidente quedó olvidado. En esa época mi abuela, que vivía con nosotros, tenía un gato negro y lustroso que se dejaba acariciar cuando le daba la gana y con el que de vez en vez, cuando él decidía, compartíamos pequeños intercambios amistosos. En mi vida tuve varios perros, el primero que recuerdo muy bien se llamaba Cartucho y me acompañó varias veces a caminatas por los bosques de los montes que rodean la ciudad, le gustaba correr por los pastizales y dejar señales de su presencia en los árboles.
Ahora no hay ninguna mascota en mi casa, pero mi nieta tiene un caniche chihuahueño que nos visita asiduamente acompañándola; con este perrito nervioso y vivaracho me puedo pasar largos ratos arrojándole una pelota que persigue y me devuelve; las actividades en el Constituyente han diferido por lo pronto estos entendimientos con el reino animal.
De niño fui al circo y al zoológico; los únicos lugares donde podíamos conocer directamente especies biológicas distintas a los humanos; la verdad recuerdo que disfruté de los pesados elefantes y de los ágiles caballos que daban vueltas con una bailarina equilibrándose en su lomo; me gustó también ver a perros amaestrados empujar pelotas o brincar por los aros que su entrenador le ponía enfrente. En mi larga vida fui dos o tres veces a corridas de toros sin haber sido nunca aficionado ni considerarme taurino. Tuve un amigo que era buen pintor de toreros y hacía esculturas de toros bravos, caballos y banderilleros.
Nunca he maltratado deliberadamente a otro ser vivo, aunque, más de una vez en la adolescencia, me tocó dar y recibir trompadas con algún condiscípulo y confieso que he matado moscos, pero siempre ha sido en legítima defensa.