rump. Es la expresión extrema y grotesca del neoliberalismo que emergió con Reagan y Thatcher hace más de 30 años. Si al principio encarnó, frente al derrumbe del comunismo y del estatismo, la esperanza de un futuro mejor basado en la iniciativa individual y la meritocracia; terminó asomando su verdadero rostro. El rostro despiadado de un mundo de los poderosos, que lo son no por azar o menos aún por esfuerzo propio, sino por captura de rentas, por negocios turbios, por manipulaciones políticas y por la degradación ética de las sociedades humanas. Su rechazo a las intervenciones encubría la necesidad adictiva de un Estado al servicio del interés de los ricos. Esa adicción por un Leviatán para los encumbrados corría pareja al odio inveterado hacia los pobres. Los pobres lo son –cuántas veces lo hemos oído– por flojos y tontos, y en consecuencia no tienen merecimientos para ser apoyados por el Estado. Cuando más, por la beneficencia privada. A lo anterior se añadía, basada en la idea thatcheriana de que la sociedad no existía, el rechazo brutal a toda forma de organización y de solidaridad. En el mundo de la racionalidad egoísta, si acaso eran necesarios programas sociales debían ser individualizados y esencialmente basados en la buena voluntad de sus patrocinadores. La anomia social ha sido el producto. También el impulso a las formas extremas de lo que podría denominarse el capital social negativo personificado en el crimen organizado. La llegada de Trump y su club de modernos robber barons –así le llamaron a finales del siglo XIX a lo que hoy se conoce como capitalismo de compadres– es la continuación por otros métodos de la consigna atribuida a Deng Xiaoping, enriquecerse es glorioso, o de la frase del famoso Gordon Gekko, la codicia es buena.
Obama. Cuán lejos y nostálgica suena esa frase que transportó tantas esperanzas: sí se puede. Obama el lírico, el docto y forjador de tantas sueños. Nadie ni nada podrá borrar esos imponentes discursos desde la convención republicana en 2004 hasta la más encendida convocatoria a la aceptación de la diversidad racial en Filadelfia casi al fin de su campaña de 2008; su llamada a un nuevo comienzo en las relaciones entre Estados Unidos y los musulmanes en El Cairo, o cuando galardonado con el Premio Nobel de la Paz, expresó que Estados Unidos no podía esperar que otros cumplieran las reglas del juego si para empezar este país no las cumplía, o la increíble elegía del Amazing Grace cantada en memoria a los nueve afroamericanos asesinados en Charleston. Pero si los discursos han sido fuente inagotable de inspiración, sus logros no son menores: desde sacar al país de la debacle económica, fortalecer el respeto a la diversidades o el gran programa de salud. Todo lo cual parece estar a punto de desaparecer de un plumazo. En su discurso final como presidente, Obama empero envía un gran mensaje de esperanza subrayando que el cambio no puede venir sino cuando la gente se implica.
México. Nuestro país va ser objeto de la más viciosa campaña contra lo que somos y lo que representamos. Trump nos odia no porque le quitemos empleos a los estadunidenses –a lo que él contribuye–, no porque llevemos drogas a Estados Unidos –quien verdaderamente las lleva es la demanda adictiva de parte de la sociedad en no pocos casos alimentada por las empresas farmacéuticas–, no porque los indocumentados violen leyes –cuando él se ha permitido burlarse de todas las leyes desde las fiscales hasta las financieras y penales–; sino porque somos diferentes.
Frente al egoísmo debemos oponer solidaridad, frente a la fragmentación, el apoyo recíproco. Las limitaciones de la clase política mexicana que son más que evidentes deben ser superadas con inteligencia y sobre todo generosidad y empatía. Por ello rememoro, como lo hizo ayer Juan Villoro, a John Berger y Alain Tanner.
De haber tenido un hijo le nombraría Jonás y en 2000 habría cumplido 25 años.
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