os latinoamericanos de Proust, de Rubén Gallo, aparte de constituir primeramente una muy grata lectura, a mí me ha resultado una lectura sumamente reveladora. Carezco del lenguaje y la visión y las armas críticas para elogiar lo suficiente este nuevo título de Gallo, de modo que me voy a limitar a registrar aquí algunos de los datos o anécdotas que a mí me representan el libro como extraordinario. Extraordinario, no sólo debido a su enfoque, es decir, las figuras latinoamericanas en la vida de Proust, sino a que esta aproximación parece ser única dentro de la bibliografía crítica y biográfica de Proust, o al menos ser una perspectiva rescatada por primera vez en toda su extensión.
¿O conocías tú, lector, que Proust incursionó en la bolsa mexicana de valores? A mí me cayó como una información, además de novedosa, inimaginable. Según las investigaciones de Gallo, parece ser que Proust era un especulador, más que aficionado, quizá se podría decir que obsesivo, por más que jugara en momentos en que lo consumía la ansiedad o, cuando estaba tranquilo, para distraerse. Asegura Gallo que “de entre todas las acciones con las que Proust jugó en la bolsa, sus inversiones mexicanas fueron las que más lo hicieron pensar –y escribir– sobre América Latina”. Proust había heredado de sus padres una fortuna (equivalente a 10 millones de dólares de hoy), y sucedió que perdió enormes sumas de ella en sus inversiones en la bolsa en general y en la mexicana en particular. No soy quién para hablar del tema de las finanzas, ni siquiera, diría, para rozarlo, pero sí puedo afirmar que éste me ha parecido un pasaje insólito en mi conocimiento de Proust, y uno muy divertido. Su contacto bursátil
(¡óiganme!) con nuestro país coincidió con el estallido y el desarrollo de la Revolución Mexicana, de modo que, al invertir en Ferrocarriles de México, o en los tranvías de la Ciudad de México, formó parte del alzamiento de 1910 y su progreso, aun cuando las consecuencias monetarias para él hubieran sido sobre todo las de cuantiosas pérdidas. Pero que, debido a esto, existe un capítulo mexicano en la biografía de Proust, no hay duda. Incluso, para añadir a lo pintoresco de la relación, es posible que se haya cruzado con Porfirio Díaz, en su exilio, en alguna cena de alguno de los grandes salones que Proust frecuentaba en París.
Otro de los datos sorprendentes en el libro de Gallo, que me divirtió muy especialmente, no es tanto el de que Proust hubiera escrito un cuento titulado El eclipse
. Aunque en su caso fue inspirado por un poema del poeta francés amigo suyo, de origen cubano, José-Maria de Heredia, no deja de ser curioso que, por lo que hace al tema, coincida con el El eclipse
, de Augusto Monterroso. Ahora bien, aunque tampoco presumo de conocer a fondo ni mucho menos cuanto se ha escrito sobre Augusto Monterroso, creo que me adelanto a todos sus críticos al advertir y señalar la coincidencia, coincidencia asombrosa con el título y con el tema del cuento de Proust, pues en las dos narraciones se trata de la supuesta superioridad del conquistador español ante el conquistado latinoamericano, supuestamente ignorante, en el relato de Proust en efecto el conquistador vence a los indígenas, resultado que, en el texto de Monterroso, es exactamente el opuesto, pues quien vence al conquistador es el conquistado, y lo hace, además, gracias al conocimiento, que es, precisamente, el elemento que el conquistador no sólo no le atribuía, sino que de antemano le negaba al conquistado.
Para terminar, mencionaré el muy particular suceso que entrelazó para siempre la amistad, de por sí sólida, entre Proust y su crítico mexicano, Ramon Fernandez, sin acentos. Según relata Gallo, una noche, durante la Primera Guerra Mundial, Proust atravesó París a pie, esquivando los bombardeos alemanes, para hacerle un pedido insólito
a Ramon. Después de un preámbulo caracterizado por la inseguridad que irradiaba de Proust frente a sus vivencias, mayores o menores, le pidió a Ramon que le pronunciara sin rigor en italiano, cosa que Ramon, sin cuestionar lo apropiado de nada de esto, hizo, en su mejor italiano, lengua que no conocía. Senza rigore, dijo; y tuvo que repetir una y otra vez mientras Proust, con los ojos cerrados, se posesionaba lo suficiente del término para validar que, de regreso a casa, lo pronunciara su personaje.