uenta Fray Bartolomé de Las Casas que estando el cacique Hatuey en manos del conquistador Diego de Velásquez, un religioso le expresó: “…que si quería creer aquello que le decía, que iría al cielo… y si no, que había de ir al infierno a padecer perpetuos tormentos y penas”.
Hatuey preguntó si iban cristianos al cielo. “El religioso respondió que sí, pero que iban los que eran buenos. Dijo luego el cacique, sin más pensar, que no quería ir él allá, sino al infierno por no estar donde estuviesen, y por no ver tan cruel gente…” (1511).
Cuatrocientos cuarenta y seis años después, en febrero de 1957, el periodista australiano Herbert Matthews subió a la Sierra Maestra y allí localizó a los descendientes de Hatuey liderados por Fidel Castro, alzados en armas. Matthews escribió: Antes de que finalice el año, él dijo que sería un héroe o un mártir
.
En el juicio por el ataque fallido al cuartel Moncada (1953), Fidel también pronosticó que la historia lo absolvería. Sin embargo, quienes compartieron con él tramos de su vida, constataban que al comandante sólo le apremiaban las cosas de su pueblo.
Mi imagen de Fidel creció en el decenio de 1990. A causa del bloqueo, millones de cubanos empezaban a perder peso vertiginosamente, adelgazando en caminatas interminables o transportándose a sus centros de trabajo en sofocantes autobuses que se demoraban horas en llegar al destino. Así era mi amigo Guerrita, diplomático y cuadro del comité central, quien a diario se montaba en una destartalada y oxidada bicicleta china, hasta que un día su corazón le dijo hasta acá llegué.
El 5 de agosto de 1994, cuando las condiciones
parecían estar dadas
para que Cuba izara trapos blancos, una turba enardecida irrumpió en inmediaciones del hospital Almejeiras, y otros puntos del malecón. Entonces, flanqueado por una pequeña escolta desarmada, Fidel caminó hacia el ojo del huracán.
La multitud bajó el tono, haciéndose un silencio apenas interrumpido por las olas estrellándose contra el malecón. El caballo
nada dijo, y caños, botellas, palos y piedras cayeron sobre el pavimento. Durante algunos segundos, Fidel fijó su mirada en la estatua ecuestre de Antonio Maceo, el titán de bronce
. Y luego, se retiró.
A Quevedo le toca el turno ahora:
“El que vivo enseñó, difunto mueve/Y el silencio predica en el difunto/ En este polvo mira y llora junto/ La vista cuanto el púlpito le debe…/enmudece en su voz el contrapunto/… y el fénix que en su pluma se renueve”.