al despertar, la pesadilla no se esfumó. Estaba en el mundo real, no en el sueño. Lo que se empezó a esfumar es la percepción ilusoria que se tenía de la realidad social y de uno mismo.
Siguen ahí los aparatos del régimen político estadunidense, pero desapareció lo que les daba vida y sustento: la creencia general de que el procedimiento electoral expresaba la voluntad colectiva y que las personas elegidas con él representaban los intereses y deseos de esa mayoría. Quedó al descubierto que ese régimen es una herramienta despótica y tramposa, al servicio del 1 por ciento. Cunde una desconfianza profunda en los políticos y en el aparato mismo.
Hay un intento muy general de restablecer aquella creencia. El presidente Obama y la señora Clinton llamaron a unirse en torno al nuevo presidente desde la madrugada del 9 de noviembre, para que no se profundizara la evidente polarización. Aunque hay vergüenza, tristeza y miedo en mucha gente, sigue alimentándose la ilusión de que la sociedad estadunidense volverá a ser ejemplo y modelo para el mundo, una vez que se remedien algunos de sus males hoy tan evidentes. Hasta los descontentos se expresan aún dentro del marco convencional; confían en que el dispositivo general de gobierno podrá corregir el desaguisado. Algunos piensan, por ejemplo, que el Colegio Electoral podrá revertir el resultado o que los equilibrios y contrapesos de la gran democracia estadunidense
domesticarán a Trump y le quitarán sus aristas más ofensivas y peligrosas. Todo volverá pronto a su cauce normal…
No todos se animan a ver que el cauce normal
es una sociedad profundamente racista y sexista, de carácter despótico. Lo que hoy produce horror ha sido padecido por millones a lo largo de muchos años, dentro y fuera de Estados Unidos. El encubrimiento resistió todas las denuncias. No se quería aceptar que racismo y sexismo caracterizan a la sociedad actual, a todos los niveles. No se reducen a las patologías de los supremacistas blancos estadunidenses; definen actitudes profundamente arraigadas en todas partes e impuestas en el mundo por Estados Unidos.
Tampoco son huellas rezagadas de un pasado que ya quedó atrás, sino rasgos inherentes a la máquina patriarcal que define al mundo actual e infecta a la mayoría de la población. Es cierto que Trump reavivó y estimuló actitudes de odio. Pero el odio a la vida es inherente a la máquina patriarcal dominante, la cual caracteriza la forma actual del capitalismo y de su expresión política, el régimen despótico que aún se llama democracia representativa. Su ímpetu destructivo se manifiesta por igual en la sistemática destrucción de la Madre Tierra, que pone en peligro la supervivencia de la especie humana, y en el desgarramiento violento y sistemático del tejido social, de las bases mismas de la convivencia, lo que incluye discriminación y exclusión cada vez más intensos.
En vez de cerrar de nuevo los ojos, es momento de tenerlos bien abiertos. Necesitamos percibir con claridad el actual momento de peligro. Se ha producido una inmensa rebelión política que puede ir en direcciones opuestas: su destino no está predeterminado en su origen ni escrito en las estrellas. Puede ser camino a la catástrofe o a la emancipación. Que produzca el resultado liberador depende de que aquí y allá, en todas partes, la gente se movilice abajo y a la izquierda, no para mantener un estado de cosas que sería inevitablemente catastrófico.
Fascista
no es término apropiado para caracterizar la coyuntura. Neofascista
tampoco; no aclara las diferencias sustanciales con los años treinta europeos. Pero debemos aprender del pasado. Tenemos que explorar cómo se forma el deseo de ser dirigido, el deseo de que otra persona regule la vida, lo cual forma el instinto de rebaño y aún nos enferma, tanto en los partidos como en las actitudes ante el gobierno. Se mantiene vigente la pregunta que hizo Reich sobre los años treinta: ¿cómo es posible configurar masas que deseen su propia destrucción? Quienes se resisten a responderla consideran que no les toca, que el fascismo es algo que le pudo ocurrir a otros, pero no es su problema. Hoy tendrán que enfrentar la pregunta, como todos y todas nosotras.
El peligro actual no empezó el 8 de noviembre. Se agravó ese día, porque el resultado aglutinó y envalentonó impulsos muy destructivos. Pero ese día también despertó a dormidos y dormidas que se han puesto en movimiento. Muchas personas reaccionan apegadas aún a las inercias del sistema en que confiaban. Otras muchas, como ambientalistas, feministas y defensores de derechos humanos, se proponen redoblar su empeño aunque sin salirse del camino que traían. Pero un número creciente de personas se está reconociendo en el espejo de la sociedad abominable que quedó al descubierto y empiezan a articularse para desmantelarla juntos. Empiezan con la autocrítica. Evitan con cuidado las inercias del pasado. Militan en grupo, para la reorganización desde debajo de la nueva sociedad, pero al hacerlo dejan atrás las fórmulas patriarcales, autoritarias, fascistas
, que caracterizan a muchos grupos revolucionarios o partidarios, a menudo colgados de un líder; forjan ahora una militancia gozosa, fiestera, fincada en el ímpetu vital. Tolerar es sufrir con paciencia, dice el diccionario. En vez de tolerar al otro
, por no ser como uno es, esas personas comienzan a celebrar su radical otredad, abriéndole hospitalariamente brazos, cabeza y corazón. Esta militancia gozosa y esta hospitalidad nueva definen ya diversas movilizaciones que dan nuevo sentido al terremoto sociopolítico del 8 de noviembre.