urante su última reunión con los líderes de la Unión Europea como presidente de Estados Unidos, Barack Obama ensayó ayer un llamado a la cooperación entre el conglomerado de naciones del viejo continente y su sucesor en el cargo a partir de enero próximo, Donad Trump: hizo referencia a un moderado optimismo
sobre el cambio de matiz discursivo que ha mostrado el magnate a raíz de su insospechado triunfo electoral y pidió trabajar con base en los valores fundamentales que defienden Estados Unidos y Europa como democracias abiertas
. El mandatario intentó atajar así el temor por los gestos desdeñosos que Trump ha lanzado contra de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la tensión provocada por los guiños de Rusia, elementos que abonan a la intranquilidad de Europa Occidental.
En medio de la expectativa generada por la victoria electoral de Trump, y ante la incertidumbre sobre si pondrá en práctica los aspectos más aberrantes de su agenda electoral, lo único claro es que su próximo arribo a la Casa Blanca se ha vuelto un factor de intranquilidad para el mundo.
En el caso de nuestro país, los nubarrones originados por el triunfo republicano en la agenda bilateral han dado paso al surgimiento de expresiones de preocupación colectiva, como la registrada ayer en la reunión de la Conferencia Nacional de Gobernadores, en la que los mandatarios estatales y el titular del Ejecutivo federal, Enrique Peña Nieto, manifestaron unidad para la defensa del interés nacional frente a las expresiones claramente antimexicanas de Trump.
Más allá de las posibilidades reales que tiene el magnate de impulsar los aspectos más retrógradas y cuestionables de su agenda, y sin desconocer que el presidente estadunidense es sólo uno de los factores que determinan el rumbo en el vecino país –cuya institucionalidad está provista de contrapesos diversos–, lo cierto es que la coyuntura subraya la necesidad de generar cambios relevantes que permitan aminorar el efecto nocivo para el mundo en caso de que la presidencia de Donald Trump sea tan desastrosa como se anticipa a partir de su discurso y de la intranquilidad expresada por gobiernos y mercados.
El discurso proteccionista, cerrado y supremacista del empresario obliga a recordar la necesidad de avanzar en la consolidación de un orden multipolar y democrático que abata las pretensiones hegemónicas de Washington y lo ubique como un actor más –sin duda relevante y poderoso– en el sistema político internacional. Particularmente relevante resultará la redefinición que adquiera en el futuro próximo la OTAN, cuyo pa-pel en los últimos años se ha centrado en ejercer presiones geopolíticas sobre Rusia y multiplicar, de esa forma, los puntos de tensión entre Moscú y Occidente.
En el caso concreto de nuestro país, la coyuntura debiera orillar a analizar, con seriedad y rigor, las posibilidades respecto a la política económica en curso desde hace casi tres décadas, que apostó todo a la integración con el vecino del norte, le entregó la fuerza de trabajo de nuestra población como insumo de bajo costo y descuidó el fortalecimiento de la producción, la investigación y el mercado internos. Esa estrategia, cuyos efectos nocivos en lo económico y lo social son evidentes, constituye en la hora presente un factor adicional de vulnerabilidad para México. Nuestro país debe actuar cuanto antes para romper la actual dependencia económica de Estados Unidos, y dar un decidido impulso al mercado interno, la soberanía alimentaria, la dignificación del campo, la reducción de la desigualdad social, la redistribución de la riqueza y el rescate de los recursos naturales entregados al extranjero por la reforma energética.
Indeseable como resulta, la llegada de Trump a la presidencia estadunidense plantea la oportunidad de revisar y corregir los elementos más caducos y nocivos de la enorme influencia que Washington detenta a escala planetaria. Esa revisión resulta, en el caso de México, necesaria e impostergable.