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n ocasiones me encuentro leyendo a un autor cuando de pronto me detengo y me pregunto si lo que estoy leyendo es bueno, o si solamente lo sigo leyendo porque me gusta. Es una inquietud que me sobreviene, un remordimiento, por leer libros que no me consta que sean clásicos, sin reparar en que, para que tenga algún valor lo que te conste, tendrías que fundamentar tu autoridad al sostener lo que afirmas que te consta. Me atormenta cierta imposibilidad, a veces, de tratar de justificarme al calificar esta literatura como clásica de nuestro tiempo. Definir lo clásico de una manera que no sea la clásica, o el resultado de ese gusto y ese juicio que se alcanzan a lo largo de los años de formación tras lecturas de literatura establecidamente clásica, o la que se basa en la prueba del tiempo, y la que se adapta sin sobresaltos a las nociones de que hay clásicos en cada idioma y de que ningún lector, por bueno que sea como tal, se ha formado con los mismos clásicos (de cualquier lengua, ¿de cualquier época?) que otro tan buen lector como él. También, hay clásicos en cada género. Sí; muy bien; pero entonces ¿por qué la incertidumbre al procurar acoger la conclusión de que hay clásicos de nuestro tiempo?

El rodeo, para referirme (de nuevo) a Barnes, ahora con motivo de estar leyendo sus memorias Nada que temer, después de haber leído su novela El sentido de un final y, en particular, su libro más reciente, El ruido del tiempo, su biografía novelada de Shostakóvich. He gozado tan abarcadoramente la lectura de estas obras que me he basado sólo en esta certeza para considerar a Barnes (1946, Reino Unido) un clásico de nuestro tiempo. Con vaguedad (lo que impregna todo mi conocimiento) me parece que fue Platón quien relacionó el aprendizaje con el placer, y este concepto, de Platón o de cualquier otro filósofo, de donde sea y de la época que sea, me inclina a suponer que si una lectura te enseña algo y, al mismo tiempo, te produce placer, no sólo es buena, sino que por lo menos tiene con qué aspirar a ser clásica.

La vida de Shostakóvich (San Petersburgo, 1906-Moscú, 1975) fue tan controversial que hay historiadores y biógrafos que la consideran trágica, básicamente debido a la manera en que enfrentó sus circunstancias, la Unión Soviética de las dos Guerras Mundiales. Pero yo no voy a referirme ni a la historia ni a la política en las que vivió, sino únicamente a la forma literaria en que Barnes abordó al protagonista de El ruido del tiempo que, a pesar de que lleva el subtítulo de Una novela, prefiero considerar una biografía novelada. En una nota de autor al final, con bibliografía y agradecimientos, cuando toca el tema de las versiones diferentes que la Historia recoge de los hechos, Barnes advierte que esa falta de precisión, que es el dolor de cabeza de un biógrafo, en cambio hace las delicias de un novelista. De manera que, sin apartarse de los hechos, al elegirlos entre sus diferentes versiones, al acomodarlos y, sobre todo, al asumir una actitud ante ellos, Barnes hace de la biografía de Shostakóvich una novela, o una narración propia del autor, proeza que consigue mediante el tono con que marca la voz del narrador omnisciente.

Barnes asume el punto de vista de su personaje principal, que simplistamente entendí como un ser tímido y sensible cuyo padre campesino murió cuando él era un niño, y cuya madre fue muy desaprobatoria y muy dominante con él; un niño que, sin embargo, era un compositor nato con un sentido de responsabilidad altamente desarrollado. Así, cuando el Dictador y El Estado tomaron posesión del papel de su madre y lo desaprobaron y trataron de dominarlo, él recurrió a la ironía, el cinismo y aún el sarcasmo para componer su música y dedicarse enteramente a ella y, cuando las exigencias represoras lo acosaban más, confiar en que, si no él, su música tendría futuro. Aunque narra básicamente en tercera persona, Barnes habla desde el interior tímido y sensible de Shóstakovich, asume ese papel, expone sus tormentos reconociéndolos pero sin juzgarlos, ni de manera aprobatoria ni desaprobatoria, sino más bien encontrándoles salida, protegiéndose, protegiendo su música, a través de la ironía, el cinismo y, en ocasiones, el sarcasmo. No es que no sufriera miedo y no padeciera profundas vergüenzas, pero lo soportó o superó todo con tal de ser fiel a su música.