l titular de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), Juan Manuel Portal Martínez, dijo ayer que el monto de las irregularidades comprobadas durante la administración de Javier Duarte de Ochoa en Veracruz –equivalentes a 35 mil millones de pesos sólo en el manejo de transferencias federales a la entidad– es el más alto que esa instancia de fiscalización ha podido determinar en sus 16 años de historia.
La declaración, además de estridente –por cuanto la formula el brazo auditor de un Estado en que el mal uso de recursos públicos es penosamente frecuente–, obliga a plantear interrogantes sobre la falta de solidez y pulcritud institucional de nuestro país, que hizo posible que un ex gobernador operara sistemáticamente fuera de los márgenes de la legalidad sin ser detectado ni sancionado. En efecto, la propia ASF reconoció ayer que identificó irregularidades cometidas por la administración de Duarte desde los primeros años de su gobierno, pero que éstas no eran tan exageradas
y que se dispararon en 2014. Cabe inferir, por tanto, que las conductas presuntamente ilícitas atribuidas a la administración de Duarte en el manejo de las finanzas públicas eran conocidas con anterioridad por las autoridades.
Los indicios de irregularidades financieras habrían debido bastar para poner a la administración de Duarte bajo el escrutinio de las instancias fiscalizadoras e incluso de las de procuración de justicia, con plena transparencia y publicidad. Por si fuera poco, el mandatario veracruzano era objeto de duras críticas por encabezar un gobierno en el que proliferaron las desapariciones forzadas, las ejecuciones extrajudiciales, los secuestros y las extorsiones, y se conformó un patrón doloroso de homicidios de periodistas.
Pese a todos estos elementos, Duarte de Ochoa permaneció indemne durante prácticamente toda su gestión y, por lo que puede verse, tuvo tiempo incluso de planear su separación del cargo y su huida. Sólo a partir de entonces ha sido posible que salgan a la luz los alcances de una corrupción gubernamental que era un secreto a voces desde hace tiempo.
Aunque la institucionalidad política se escandalice en el momento presente por la falta de rectitud ética y legal de Javier Duarte de Ochoa –al grado de que su partido, el Revolucionario Institucional, ha decidido expulsarlo–, lo cierto es que una conducta semejante, perpetuada desde el poder de uno de los más importantes entidades de la República, no habría sido posible sin el respaldo de una red de impunidad que en casos como éste sale a relucir en todo su esplendor. Hace falta mucha ingenuidad para asumir que quienes respaldaron políticamente a Duarte durante más de un lustro no tenían la menor idea de las irregularidades en que se incurría. Antes al contrario, todo hace pensar que las autoridades federales, estatales y partidistas decidieron voltear hacia otro lado ante las múltiples evidencias del desempeño de Duarte.
El entramado de impunidad es tanto más agraviante si se toma en cuenta que el caso de Duarte no es el único. Las acusaciones contra los ex gobernadores de Sonora, Guillermo Padrés; Chihuahua, César Duarte, y de Quintana Roo, Roberto Borge, dan cuenta de un patrón que se caracteriza por brindar protección a personajes que, amparados en la percepción de omnipotencia que otorga una gubernatura estatal, actúan sin cortapias en forma contraria al estado de derecho.
Sería erróneo pensar que la caída en desgracia de Duarte, su persecución judicial e incluso su eventual captura alcanzarían para resarcir el daño ocasionado a los veracruzanos y al país en su conjunto. En la medida en que no se toquen las redes de complicidad, corrupción e impunidad que han hecho posible el encumbramiento de políticos como él, se corre el riesgo de que las acciones en su contra no pasen de ser un ejercicio de gatopardismo.