a decisión del comité del Premio Nobel de la Paz de entregar ese galardón al presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, por sus decididos esfuerzos para poner fin a la guerra civil de más de 50 años en su país
, adquiere un significado particularmente relevante en la hora presente, cuando la pacificación definitiva de ese país luce cercana como nunca, pese al revés que representaron los resultados del plebiscito celebrado el fin de semana pasado.
Ayer, de manera significativa, la vocería del Comité Noruego del Nobel señaló que “lo que rechazaron los partidarios del no (durante el referendo del domingo 2 de octubre) no fue el deseo de paz, sino un acuerdo de paz en concreto”, lo que plantea, de manera tácita, una invitación a los bandos históricos del conflicto –el gobierno de Bogotá y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)– a mantener y continuar el acercamiento y las negociaciones.
A diferencia de otros galardones otorgados en ediciones recientes del Premio Nobel de la Paz –como los conferidos en su momento a Barack Obama y la Unión Europea–, el reconocimiento a Santos está respaldado por un inequívoco avance en las gestiones de paz con la guerrilla más vieja del continente. Precisamente por ese avance, sin embargo, es de llamar la atención que en el reconocimiento anunciado ayer no se haya incluido, junto a Santos, a las propias FARC ni a los gobiernos de Cuba y Venezuela, pese a los enormes esfuerzos de todos esos actores por favorecer el fin de una guerra que ha provocado miles de muertes y millones de desplazados.
De hecho, hasta antes del anuncio oficial, la expectativa de un Nobel de la Paz para Colombia incluía necesariamente al gobierno, la guerrilla y las víctimas de ese conflicto armado, tan duradero como cruento. A fin de cuentas, la cercanía de paz que hoy experimenta Colombia no habría sido posible sin la voluntad y disposición mostrada tanto por los rebeldes como por el gobierno colombianos; sin la participación decidida de los regímenes de Caracas y La Habana, y sin la legitimidad que las negociaciones han alcanzado precisamente en las regiones del territorio colombiano que más han sufrido el flagelo de la guerra.
Pese a las omisiones evidentes, el Nobel concedido a Santos tiene la virtud de poner en perspectiva el carácter impresentable y delirante de las fuerzas oligárquicas que, encabezadas por el ex presidente Álvaro Uribe, buscan torpedear a toda costa los esfuerzos de paz en Colombia y perpetuar un estadío bélico con el improbable objetivo de lograr el aniquilamiento de las FARC. Llama la atención que, desde el punto de vista estrictamente ideológico, Santos tiene mucho más en común con Uribe que con la organización guerrillera; no obstante, la diferencia que ha posibilitado el acercamiento del actual presidente con esa agrupación es una inequívoca visión de Estado y sensibilidad social, atributos que brillan por su ausencia en el historial de Álvaro Uribe ya sea antes, durante y después de su paso por el Palacio de Nariño.
En lo inmediato, el Nobel anunciado ayer es una bocanada de aire fresco para un proceso de paz que se enfrenta a la perspectiva de sobreponerse al resultado adverso de hace apenas unos días, consolidar los avances alcanzados y relanzar un acuerdo definitivo. Cabe esperar que este impulso también anime a los sectores apáticos de la sociedad colombiana –que se abstuvieron de sufragar el pasado domingo–, e incluso a quienes votaron contra el arreglo entre las FARC y el gobierno colombiano, a sumarse a un ejercicio de entendimiento y reconciliación que permita a ese país acceder a la paz que merece y desea.