últiples historias, secretos y leyendas guarda la majestuosa Catedral Metropolitana. Ya hemos comentado que en los casi 300 años que duró su construcción trabajaron los mejores arquitectos, orfebres, pintores y demás especialistas, por lo que guarda una diversidad de estilos arquitectónicos y artísticos que la convierten en un gran museo.
Al poco tiempo de la conquista se vio la necesidad de construir la iglesia mayor de la ciudad. Esta no correspondió a la importancia de la urbe, que era el corazón de la Nueva España, por lo que en 1573 se comenzó una nueva. Contó con el impulso de Felipe II, quien quería que fuera tan suntuosa como la de Sevilla. Esto presentó muchas dificultades. El virrey Luis de Velazco le explicó que los cimientos tendrían que levantarse sobre agua y que para desalojarla tendrían que gastarse sumas considerables. Añadía su preocupación por los temblores. Como sucede hasta la fecha, se impuso el capricho del soberano y se inició la magna obra con fondos de la corona, de los indios del arzobispado, de vecinos y encomenderos. Cuarenta años duró la consolidación de los cimientos y transcurrieron casi 250 años más para su conclusión.
En las cinco naves tiene dieciséis capillas laterales. Una curiosidad es que las más antiguas de estilo barroco están campechaneadas
con neoclásicas, moda que se impuso a finales del siglo XVIII y que llevó a la destrucción de magníficas obras barrocas.
Todas las capillas tienen su encanto, aunque unas más que otras. De particular belleza es la de Nuestra Señora de los Ángeles, al igual que la del Santo Cristo y de las Reliquias, que se dice custodia una astilla de la cruz de Cristo y una espina de la corona.
Hoy vamos a hablar de la de San Felipe de Jesús, el mexicano que fue crucificado en Japón y que se considera el patrono de la Ciudad de México. Está rodeado de una leyenda que se puede sintetizar en que el pequeño Felipe nació a finales del siglo XVI en la capital de la Nueva España. En su infancia fue tan travieso que cuando decidió hacerse franciscano su nana Juana Petra, segura de que no tenía enmienda, exclamó levantando los brazos al cielo: ¡Cuando la higuera reverdezca, Felipillo será santo!
Vivió múltiples peripecias en las que entró al monasterio, se salió y se fue a las Filipinas de aventura. Allá decidió volver a la orden religiosa. El barco que abordó de regreso a México para profesar como sacerdote naufragó en las costas de Japón, sitio donde después de una serie de tormentos fue crucificado con otros frailes.
Cuando eso sucedió, la higuera mencionada que tenía años totalmente seca, reverdeció; al percatarse la nana Petra del prodigio pregonó jubilosa: ¡Ya Felipillo es santo! ¡Es santo!
. Fue canonizado en junio de 1862 y se le considera el primer santo mexicano.
La soberbia capilla barroca que lo rememora custodia una hermosa talla en ese estilo que lo muestra saeteado y con expresión de beatitud. Aquí se conserva la urna que guarda los restos de Agustín de Iturbide. Fue insurgente, traicionó la causa, se volvió realista y persiguió ferozmente a los independentistas. Fue elegido por la junta de personas influyentes, que se reunía en el templo de la Profesa (entre otros la famosa Güera Rodríguez) para que encabezara el movimiento que culminaría en la consolidación de la Independencia.
También se puede apreciar su trono dorado con el asiento de terciopelo rojo y un retrato que lo enseña el día de su coronación como emperador de México, gusto que poco le duró. Cuando en 1925 decidieron trasladar los restos de héroes insurgentes que reposaban en la Catedral a la Columna de la Independencia, no se llevaron los de Iturbide.
Llegó la hora de comer. A unos pasos, en 5 de Mayo 57, se encuentra el restaurante Mercaderes, que ofrece un atinado maridaje de cocina mexicana, española y buenos cortes de carne. Para iniciar, quesadillas de queso de cabra con chapulines. De ahí me voy directo al plato fuerte, que es un pavo oaxaqueño, suculento. Cierro con el flan de queso.