n juez ordenó ayer la liberación de los 30 estudiantes de la Escuela Normal Indígena de Cherán, Michoacán, que permanecían detenidos desde el pasado miércoles, tras un enfrentamiento con policías estatales. Los alumnos, cuya liberación despertó numerosas muestras de apoyo de sus compañeros y pobladores de la región en las últimas horas, podrán enfrentar en libertad las desproporcionadas acusaciones que persisten en su contra: ataques a las vías de comunicación, privación ilegal de la libertad y robo calificado.
Sin desestimar las afectaciones que las protestas de los normalistas pudieron ocasionar, cabe insistir en que esas manifestaciones no son sino la expresión epidérmica de conflictos sociales inveterados y de raíces profundas.
En el caso de la Normal de Cherán, el reciente entorno de explosividad se inscribe en una larga cadena de inconformidad y represión normalista y magisterial en Michoacán, que se ha presentado lo mismo en gobiernos perredistas –como los de Lázaro Cárdenas Batel, Leonel Godoy y ahora Silvano Aureoles– que en priístas. De manera recurrente, las autoridades estatales y federales han hecho manifiesta su poca capacidad de gobernar mediante el diálogo y la negociación y han preferido la ruta de la represión y el uso de la fuerza, pese a que con ello los conflictos sociales se agraven, lejos de encontrar solución.
El común denominador de los conflictos que campean en el sector educativo michoacano –al igual que ocurre en otros puntos del país, como Guerrero y Chiapas– es el creciente abandono de las obligaciones gubernamentales en materia de enseñanza pública, el desmantelamiento de los ciclos educativos y formadores de docentes y la progresiva privatización de la enseñanza.
En tal contexto se ha desencadenado desde hace años una ofensiva implacable contra las escuelas normales, muchas de las cuales han sido clausuradas, en tanto las restantes sobreviven en condiciones de precariedad exasperante. Lo que los gobernantes no consideraron es que tales planteles han constituido, durante décadas, mecanismos de movilidad social en regiones en las que ésta resultaba casi imposible por otras vías, así como válvulas de escape para la irritación por los muchos agravios acumulados. Al persistir en la ofensiva contra las normales, el régimen ha desencadenado movimientos como el de Ayotzinapa, Guerrero –cuyos alumnos han padecido también numerosas agresiones, la más notable ocurrida hace más de dos años en Iguala–, y como los que estallaron esta semana en Michoacán.
Este nuevo episodio represivo se sumará a la lista de agravios, a las causas del movimiento y repercutirá en un nuevo estrechamiento a los de por sí angostos márgenes de gobernabilidad que quedan en el país. En aras de preservar la frágil estabilidad política, resulta impostergable que el poder público abandone la senda de la represión y empiece a atender los problemas sociales de raíz, en vez de valerse de la violencia represiva.