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La resistencia es biocultural: el caso de los mayas
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a península de Yucatán es una plataforma caliza sin aguas superficiales pero con una red de ríos subterráneos, donde siguen resonando los ecos de una civilización de 3 mil 500 años de antigüedad que se niega a morir, y que hoy subsiste, persiste y resiste cubierta por un extenso manto de vegetación tropical. Son los mayas, su memoria y sus selvas que contra todo vaticinio incrementan su población y mantienen redes secretas de resistencia basados en sus creencias, saberes y prácticas y en una sólida capacidad para no olvidar. Se trata de una resistencia biocultural, donde selva y cultura forman una mancuerna solidaria, una alianza que es recíproca y cuyos recuerdos trabajan como los designios para visualizar y construir un futuro diferente. El renacimiento demográfico, que alcanzó más de 1.5 millones en 2010 y que según el Inegi (conteo de 2015) hace que dos de cada tres habitantes del estado de Yucatán sean mayas, es poco visible ante las explosiones urbanas, obscenas y espectaculares, de dos ciudades: Mérida y Cancún. Estos dos centros se han convertido en los arietes de una urbanización desbocada, donde la especulación inmobiliaria, el comercio y los servicios las han convertido en polos notables del turismo nacional e internacional. Estas dos ciudades continúan perpetuando un vicio histórico: por un lado vanaglorian a la civilización maya del pasado, mediante el uso y mal uso de sitios arqueológicos, escenarios naturales, sucesos históricos, parques temáticos, estelas y códices, y por el otro siguen alimentando una sociedad que margina, discrimina y explota a los mayas actuales. Para las minorías que dominan esa porción del territorio mexicano los mayas de hoy existen como una sociedad carente de pasado, disociada de los gloriosos tiempos de la civilización antigua, considerados como sombras fantasmales, como formas degradadas o degeneradas de un pasado que se idealiza como magnificente.

Pero como ha escrito Pedro Ucbé, poeta indígena de Ticul: Los mayas fingen estar muertos entre los escombros, entre los escombros de una modernidad basada en un nuevo tipo de barbarie, que ha logrado recrear a las antiguas castas divinas. Esa que proclama el consumismo, la mercantilización de la vida, la competencia, el asfalto y el auto, y la expoliación de la naturaleza. Herederos de una visión ecocéntrica del mundo, practicantes de una ecología sagrada, los mayas actuales no sólo presentan un inusitado vigor demográfico, también pasan a la ofensiva mediante proyectos innovadores y la práctica de una ecopolítica, que hoy se vuelve más y más legítima en un mundo que destruye sin recato los balances ecológicos. Y ello mientras Mérida como propuesta urbana se convierte poco a poco en una ciudad de clases, con un norte habitado por las élites y un sur donde vive una mayoría de población limitada o pobre, y en Cancún existe un anillo concéntrico cuyo núcleo central lo forma la lujosa zona hotelera rodeada por capas de población que se van marginando conforme se acercan a la periferia.

La resistencia maya se logra mediante los vasos comunicantes que existen entre la población urbana y los cientos de comunidades rurales que aún detentan ricos recursos de la naturaleza tropical, a pesar de medio siglo de proyectos de modernización equivocada impulsados desde el Estado y de la presión para despojarlos de sus territorios. Estas comunidades están generando formas productivas basadas en la cooperación y el uso ecológicamente adecuado de los recursos. Certifican lo anterior los ejidos forestales mayas de Quintana Roo, poseedores de más de un millón de hectáreas y que han logrado manejos forestales adecuados (como las cooperativas de chicle orgánico) que combinan con zonas de conservación comunitaria en unos 50 núcleos agrarios. Lo atestiguan las casi 80 mil familias de apicultores de la península que producen 40 por ciento de la miel del país, y que enfrentan exitosamente a las corporaciones biotecnológicas que buscan introducir la soya transgénica que contamina su producción. El colectivo Ma Ogm ha logrado agrupar a cooperativas apícolas, ejidatarios, ambientalistas, académicos y organizaciones civiles en defensa de la miel. De enorme importancia ha sido la creación de la Reserva Estatal Biocultural del Puuc, la cual se extiende por unas 135 mil hectáreas, que es el resultado del esfuerzo conjunto de los municipios de Muna, Ticul, Santa Elena, Oxkutzcab y Tekax en colaboración con organizaciones conservacionistas y académicos. Esta reserva, la primera en el país, conforma una iniciativa de vanguardia a escala internacional, no sólo porque protege una zona estratégica desde el punto de vista biológico y preserva importantes centros ceremoniales antiguos, sino porque es un proyecto generado desde la gente misma. El proyecto ha celebrado, por ejemplo, un primer foro biocultural, donde 200 participantes discutieron y acordaron todo en lengua maya. No puede dejar de citarse la aparición de numerosos centros de investigación, educación y capacitación en varios sitios de la selva maya, como la escuela de agroecología de Maní, que tras dos décadas ha formado a cientos de jóvenes mayas; el centro para la investigación, educación y conservación Kaxil Kihuic, o la comunidad de aprendizaje para promotores mayas que aglutina a 25 organizaciones.

En una región cargada de historia natural y social, donde existen unos 3 mil sitios arqueológicos, la gran mayoría bajo custodia de las comunidades y de las selvas que las cubren y ocultan, los proyectos de modernización se vuelven de inmediato proyectos depredadores si no toman en cuenta esto. La memoria maya tampoco olvida su larga, casi eterna resistencia cultural y política. El recuerdo viviente de Jacinto Canek, como el de Zapata en Morelos, reverbera en los senderos secretos de las selvas mayas. Tampoco logra desaparecer la cruenta guerra de castas que duró medio siglo y provocó la muerte de 200 mil personas, ni la explotación de las haciendas henequeneras, ni la resistencia aún vigente en los 1950 en el sur de Quintana Roo. Esta vez, sin embargo, los mayas apuestan por un retorno dulce, basado en lo biocultural, es decir, en la acción ecopolítica, apuntalado todo por una intelectualidad de técnicos e investigadores críticos y comprometidos social y ambientalmente. La península de Yucatán es ya un laboratorio para la metamorfosis civilizatoria, una trasformación que será delicada, silenciosa, pacífica e inteligente, o no será.