n una situación nacional donde se entronizan la mediocridad, el mercantilismo, el control social y el silencio cómplice de las élites o su rendición, la cultura es un blanco del ultraliberalismo económico y el autoritarismo policial reinantes. Las señas de la demolición son tantas que los casos concretos se volvieron bosque. El Estado acota, coopta o desangra las opciones de formación y difusión artística e intelectual de alcance público. Encabezado por un grupo de políticos profesionales de probada ignorancia, no va solo en la empresa. Para una mentalidad donde el único valor real es el dinero, por encima de cualquier otra consideración, la cultura (así, en general) resulta indeseable, y prescindible a escala masiva como la salud y la educación públicas, los programas sociales de impacto agrícola o productivo, los fondos de pensión, la protección ambiental. Todo esto no sería atribución exclusiva de un Estado pusilánime en la medida en que la diversidad de nuestra sociedad estuviera no representada ni consultada, sino a cargo de sus decisiones vitales.
El otro poder vigente (de hecho el mismo ya), que solíamos llamar sector privado, se adueñó de todo. Sí, de la educación, la salud y el cultibísnes; pero sobre todo de la ley y el orden, el territorio, las finanzas, los recursos naturales, la mano de obra y los mercados. Y no seamos timoratos, consideremos empresarios exitosos a los capos del crimen ilegal (toda vez que existe un crimen legal, y si no, impune por sistema). De hecho, este poder privado (en buena medida no nacional) se apoderó del Estado.
Intentan convencernos de que la democracia que vivimos es lo menos malo, mejor que antes; que el juego electoral sí merece subsidio irrecortable, pues es la razón última de la ciudadanía (aunque ésta quede fuera del juego pasados los comicios, con los partidos hechos rentables empresas familiares). La evidencia cotidiana demuestra que prevalecen la injusticia, el racismo, la violencia, el sexismo, la impunidad y la desinformación.
Y nos damos asco pero, momento, hay cosas que no debemos olvidar, los mexicanos las construimos y podemos sentirnos orgullosos, ya que no caducan ni siquiera bajo el actual dominio de los necios. Una sostenida creación artística y de pensamiento nos enaltece a todos. Nos hemos dado poetas, pintores y compositores mayores, dramaturgos, cineastas, coreógrafos, editores. Y hemos mantenido la inventiva popular del son, la alfarería, la confección indígena de ropa bella y elegante (por eso se la roban los y las modistas del mercado libre). Tuvimos un siglo XX más que presentable en términos de lo que se creó, recuperó, conservó y divulgó. Contra todos los analfabetismos, en el arte y la cultura hemos sido bien chingones, y sigue habiendo quién y con qué. Lo difícil es cómo.
Progresivamente se anulan las radiodifusoras libres (indígenas, estudiantiles, barriales) y se castra la radio universitaria (es el caso de la UNAM). Nunca son eventos aislados. Se cierran espacios por consideraciones políticas o mercantiles (destaca el inminente ocaso del Foro Shakespeare, un centro de las artes teatrales de alucinantes productividad y amplitud). Se tiende un cerco económico y publicitario a medios de comunicación críticos, mientras se acaparan los recursos para las artes materializados en becas, premios, estímulos, sueldos, compensaciones, publicaciones estériles y numeritos de lujo dirigidos por el fantasma de Porfirio Díaz.
Los beneficiarios de la alta cultura
se acogen a la burbuja del mercado y el presupuesto (la culturota vale más que la culturita, a reserva de que sus simpáticas vetas de folclor, gastronomía y sentimiento popular sirvan para pararse el cuello con las visitas).
México se enriqueció con tanta creación vibrante porque los casos individuales tuvieron un dónde y un para qué de sustrato colectivo. Siqueiros nació en Camargo, los Revueltas en Santiago Papasquiaro, Paz en Mixcoac, Huerta en Silao, Toledo en Juchitán y Orozco en Zapotlán. Fue posible porque los mexicanos ganaron su país. Hoy lo estamos perdiendo. La masa crítica de aquella cultura apela a las nuevas generaciones, pero corre peligro. El poder teme al pensamiento, el flujo de ideas, la imaginación creativa de otro mundo posible, sin gente como ellos y con nuestras manos desatadas.§