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UC-Mexicanistas rinde homenaje a Juan García Ponce en Uxmal
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García Ponce fue el arquetipo del escritor poseído. Para él la escritura era irremediable y había nacido sólo para ellaFoto archivo de Elena Poniatowska
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n el hotel Hacienda Uxmal de Uxmal y como huéspedes del más caballeroso y apasionado director de turismo cultural, Enrique Valdés García, le rendimos homenaje a Juan García Ponce. Rodeados por altas palmeras que el viento convirtió en su hamaca y un pasto maravilloso, porque ha llovido mucho, recordar a Juan García Ponce bajo la batuta de Sara Poot Herrera y de Gonzalo Navarrete fue una fiesta, porque rescatamos su ser yucateco, su libertad, su desparpajo, su forma magistral de vivir su vida, su lealtad a sí mismo y a su obra literaria, su rechazo a formar parte de cualquier institución, incluso de la cultura, su cara de niño, la misma de La Gaviota (porque él mismo era una gaviota).

Antes de tratarlo, lo veía de lejos, corriendo, con su suéter negro de cuello de tortuga o su camisa de cuadritos, sus pantalones de franela gris, sus sacos de tweed, como los colegiales de Eton. Sólo empezamos a ser amigos cuando fuimos cobecarios en el Centro Mexicano de Escritores, en 1956. En ese año, el presidente Ruiz Cortines, que siempre fue viejito, le entregó a Juan García Ponce el premio Ciudad de México por su obra de teatro El canto de los grillos.

Juan entraba corriendo al Centro Mexicano de Escritores, la sonrisa en los labios, un mechón de pelo en los ojos. Algunos sostenían que muchos vientos cruzados se daban cita en su cabeza y que él barría con todo porque su seguridad en sí mismo sólo podía equipararse a su asombrosa tenacidad. Al irrumpir en la sesión de trabajo me saludaba: ¿Qué dices, taradita?, a Héctor Azar lo evitaba y a los demás ni los tomaba en cuenta; jamás les dirigió la palabra. Era soberbio, displicente, clasista y, a mis ojos, magnífico. Cuando leí un fragmento de una novela dizque sobre las antiguas haciendas de México, repleta de diálogos, Juan García Ponce interrumpió con un grito que todavía recuerdo: ¡Por Dios, Elena, verdaderamente esto parece de Joaquín Pardavé! Le respondí que él abusaba de los gerundios, verdaderamente, porque además para todo decía verdaderamente, pero a él lo que yo dijera no le hacía mella porque era el muchacho más libre de la tierra; nada ni nadie podía detenerlo, ni un punto, ni una coma, ni un signo de interrogación en el trayecto jubiloso de su devoción por la literatura, en la absoluta, la implacable certeza de que escribir era su único camino.

Leí los cuentos de Imagen primera y de La noche, me deslumbraron La Gaviota, El Gato, Tajimara, y me quedé de a seis con Figura de paja, La presencia lejana, De ánima, La cabaña, La casa en la playa, porque me descubrieron a un gran escritor. ¿Entonces esto es ser libre?, me preguntaba al leerlo, porque escribía como le daba la gana. En esa época lo veía abrirse paso empujado por una certeza que lo volvía invencible. Ya para entonces se había casado con Meche Oteyza; habían nacido sus hijos, Juan y Meche, y vivían en un departamento del Paseo de la Reforma frente a la glorieta de Cuitláhuac. Me sorprendió ver triciclos frente a su puerta y enterarme de que Juan les dedicaba un tiempo excepcional.

Un meteorito, esa fue la carrera de Juan; un libro tras otro, un ensayo mensual, la creación ideológica, si así puede llamársele de La ruptura. Se opuso a los Tres Grandes, enfrentándolos, a Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, José Luis Cuevas, Roger von Gunten y su propio hermano Fernando García Ponce, Vicente Rojo, Alberto Gironella. A los llamados naturalistas del continente americano, Miguel Ángel Asturias, Faustino Sarmiento, Rómulo Gallegos y José Eustacio Rivera, también los confrontó con Borges, Adolfo Bioy Casares, y en México con Sergio Pitol y Juan Vicente Melo. Su crítica me daba escalofríos. Siempre la hizo entre risas. Se pitorreaba de los llamados valores nacionales, de las figuras patrias. Yo me tapaba los oídos porque buscaba héroes nacionales y admiraba al Zarco, a Micros y al Nigromante, aunque me aburrieran un poco. Las carcajadas de Juan eran diabólicas. Ya ves lo que te pasa por aburrirte. Te vas a tarar cada día más, taradita. Sólo hay que hacer lo que uno quiere; óyelo bien, hacer lo tuyo, no lo de los demás.

Seguí haciendo lo de los demás mientras Juan escribía sobre Bataille, Marcuse, Blanchot, Klee, Nabokov. Nos hizo ver a los escritores alemanes y nos dijo: Tomen, léanlos para que aprendan. Jefe de redacción de la Revista de la Universidad y de la Revista mexicana de literatura con Tomás Segovia, la dirigió con maestría porque Juan TODO lo hacía bien. Años más tarde lanzaría con Salvador Elizondo la revista S.nob, luego Diagonales y luego se pelearían.

Apasionado por la pintura, empezó su carrera de crítico de arte y disertó en simposios. Octavio Paz le escribía desde París y Juan nos presumía. Aquí traigo una carta de Octavio, y señalaba la bolsa de su saco como si llevara las Tablas de Moisés. En la carrera de Rosario Castellanos, García Ponce resultó definitivo porque no vaciló en decirle que no publicara una novela citadina que a Juan le pareció mala. Rosario siguió su consejo y retiró su Rito de iniciación del concurso Casa de las Américas, pero no destruyó el manuscrito que Alfaguara habría de publicar 15 años después de su muerte.

De los ensayos de Juan, recuerdo uno sobre Balthus, de quien se sabía poco en nuestro país, y otro sobre la imposibilidad de morir. Juan decía que morir era habitar en el espacio de lo imaginario, y eso sólo lo logra la gran literatura. También recuerdo que me emocionó su fervor por Xavier Villaurrutia. Juan, el gran inconforme, solía ser parco en elogios, y sin embargo Villaurrutia fue uno de sus ídolos.

Juan pertenecía a la generación de Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, Huberto Batis, Isabel Fraire, Juan José Gurrola, José de la Colina, Sergio Pitol, Salvador Elizondo, Carlos Fuentes. Fue el arquetipo del escritor poseído. Para él la escritura era irremediable y había nacido sólo para ella. Los demás pudieron ser diplomáticos; en cambio, Juan adolescente transportaba pacas de borra de la fábrica de Elías Sourasky a la de su padre. Cargaba y descargaba las pacas en compañía del machetero y luego se tiraba a leer encima de la borra en el camión carguero a Thomas Mann, a Hermann Broch, a Robert Musil, de quien es el descubridor o por lo menos promotor en México, como lo fue también de Klossowski. Lo vimos hacer las cosas más imprevisibles, romper una relación en cuatro minutos, pero nunca sospechamos de su capacidad para el sufrimiento, y –sobre todo– su inteligencia frente al dolor; esa descomunal inteligencia con la que sobrellevó su esclerosis múltiple que lo iría paralizando como quien se hunde en la arena. Al recibir el diagnóstico médico, Juan se sentó en su coche bajo el consultorio y se dijo a sí mismo: A mí ninguna porquería de enfermedad me va a vencer. Empezamos a verlo bajo una luz distinta; la misma luz con la que la veía él, la de una forma suprema de la valentía, la de El hombre sin cualidades (Ulrich), a quien Musil le pide que responda a la pregunta de qué haría si fuese dueño del mundo por un día y responde: Abolir la realidad. Si alguien en las letras mexicanas supo abolir su propia realidad, fue Juan García Ponce.