n funcionario de la agencia calificadora Fitch Ratings advirtió ayer que un incremento en el déficit fiscal y de los niveles de endeudamiento del gobierno mexicano podría llevar a una revisión (negativa, se entiende) de la calificación del país en los mercados financieros internacionales. El día previo otra de esas agencias, Merrill Lynch, estimó que, dada la conjunción de indicadores macroeconómicos, el crecimiento del producto interno bruto nacional (PIB) será menor a 2 por ciento este año y de apenas 2.1 por ciento el entrante. La semana pasada Standard & Poor’s, basada en el nivel de deuda y el insuficiente crecimiento, calificó de negativa la perspectiva sobre México.
Sería necio negar la realidad del insatisfactorio crecimiento de la economía nacional y de los peligrosos niveles de endeudamiento a los que ha recurrido el gobierno federal –para paliar la caída de los precios internacionales del petróleo, principalmente– en que se basan las estimaciones, predicciones y clasificaciones que realizan agencias calificadoras como las mencionadas. Y es inevitable que, en el contexto de incertidumbre presente, los informes de tales empresas adquieran un peso particular y preocupante.
Pero debe señalarse también que las agencias calificadoras han adquirido una influencia desmesurada y peligrosa en los flujos de capitales de la economía globalizada que se traduce en un poder supranacional capaz de favorecer, pero también de perjudicar, economías nacionales. Incluso existen indicios de que las calificaciones realizadas por alguna de esas compañías han sido emitidas sin tomar en cuenta la realidad económica, sino con el propósito deliberado de inducir turbulencias financieras en países cuyos gobiernos son objeto de la animadversión política de los círculos empresariales estadunidenses, o bien para favorecer a emisores de bonos aunque sus instrumentos de deuda resulten riesgosos. En suma, los posicionamientos de las calificadoras pueden convertirse en profecías autocumplidas.
Un caso particular fue el de la firma Moody’s, cuyos analistas fueron presionados por sus jefes para otorgar altas calificaciones a deuda que no lo merecía, como se descubrió en la investigación realizada por el Congreso estadunidense en 2010 para analizar la gestación de la burbuja especulativa que estalló en 2008 en el país vecino.
Aunque desde entonces sigue sin regularse la capacidad de las calificadoras para inducir distorsiones en los mercados financieros, perjudicar a gobiernos a los que consideran hostiles y beneficiar a emisores que paguen bien por las calificaciones, es claro que tal capacidad necesita, para ser ejercida, de un margen delineado por la inestabilidad o la debilidad económicas de un país determinado.
En el caso de México no parece haber otra manera de minimizar el riesgo de una intervención hostil de esos despachos que retomar un crecimiento económico incuestionable, y ello requiere, a su vez, de un cambio en las prioridades de la política económica y de acciones decididas para fortalecer el mercado interno, elevar la capacidad de consumo de los sectores mayoritarios y reactivar el campo y las pequeñas y medianas empresas mediante acciones de signo contrario al del modelo hoy imperante.