a sorpresiva visita del candidato presidencial republicano de Estados Unidos, Donald Trump, al presidente Enrique Peña Nieto causó desde su anuncio, menos de 24 horas antes, un inocultable malestar en la sociedad y un azoro casi unánime en el país. Tales reacciones tienen que ver, desde luego, con las sistemáticas agresiones en contra de México y de los mexicanos con las que el magnate ha buscado seducir el voto de sectores reaccionarios, racistas y xenofóbicos que, por desgracia, son numerosos en su nación. Tales ataques se han convertido casi en el emblema del espíritu rústico, belicoso y demagógico del republicano y lo han convertido en un personaje impresentable en México, en primer lugar, pero también entre muchos ciudadanos de la nación vecina y a los ojos del mundo.
Pero, más allá de las inadmisibles posturas de Trump, la invitación a los dos aspirantes presidenciales de Estados Unidos –atendida de inmediato por el republicano, y que la demócrata Hillary Clinton aún no ha aceptado ni rechazado– resulta un gesto inusitado cuyas motivaciones no es fácil comprender porque pone a México y a su Presidencia en el terreno de los forcejeos electorales estadunidenses y lo coloca como objeto de disputa en la contienda presidencial que se desarrolla al norte del río Bravo.
Ciertamente, en la presentación conjunta Peña Nieto expresó, en la cara de su incómodo huésped, una postura firme en defensa de los mexicanos que viven en Estados Unidos y reivindicó la importancia de una relación bilateral basada en el diálogo y no en la confrontación. Pero las implicaciones negativas del encuentro exceden con mucho a los beneficios.
De hecho, las consecuencias de esta riesgosa apuesta podían verse incluso desde antes de que se concretara el encuentro entre Peña Nieto y Trump: el segundo podría capitalizar su viaje –como en efecto lo hizo– para atenuar los efectos más ríspidos de su prédica antimexicana sin perder, por ello, a los adeptos que tal postura le ha sumado. Porque, a fin de cuentas, el magnate no hizo en tierras mexicanas concesión alguna, no varió un ápice su idea delirante de construir un muro a lo largo de toda la línea fronteriza y no hubo en sus palabras ni una insinuación de disculpa por todos los insultos vertidos a lo largo de un año en contra de México y de sus gobernantes.
En contraste, la incursión en la competencia por la Casa Blanca le ha significado al jefe de Estado de nuestro país una nueva oleada de críticas en el frente interno y el peligro real de que su encuentro con el republicano sea visto, entre los demócratas estadunidenses, como un respaldo a trasmano en momentos en que Trump desciende en las encuestas. Esa percepción podría tener consecuencias sumamente negativas para la Presidencia y para el país en su conjunto en caso de que Clinton decida no atender la invitación y más aún si gana las elecciones de noviembre próximo. En suma, el Ejecutivo federal ha pagado un precio altísimo por este encuentro y ha creado el margen para el surgimiento de complicaciones diplomáticas con la nación vecina que son, en la circunstancia presente, lo que menos necesitan nuestro país y su gobierno.