l comisionado nacional de Seguridad, Renato Sales, propuso ayer que se elabore una ley federal para regular los servicios de seguridad privada, crear un registro único de personal de las empresas que los ofrecen y que establezcan mecanismos de verificación operativa. La víspera el jefe de Gobierno capitalino, Miguel Ángel Mancera, anunció la entrada en vigor de un reglamento de la Ley de Seguridad Privada de la Ciudad de México, en el que se estipula la obligación de las compañías del ramo de registrar ante la Secretaría de Seguridad Pública local su personal, armamento y vehículos.
Se trata, en ambos casos, de medidas urgentes y necesarias, habida cuenta del peligroso descontrol en el que prolifera toda suerte de ofertas de protección, desde los negocios que proveen vigilantes desarmados para casetas de entrada de multifamiliares y pequeños comercios hasta las corporaciones dedicadas al traslado de valores, pasando por las innumerables modalidades contractuales en las que operan los guardaespaldas de individuos, familias y empresas prominentes.
La proliferación del guarurismo, proporcional al incremento de la inseguridad en el país, constituye un terreno propicio para toda suerte de abusos, atropellos y delitos graves –que en nuestra época salen a la luz por medio de grabaciones difundidas en las redes sociales–, para la prepotencia como sustituto de la civilidad y para una impunidad generalizada. Por otra parte, el fenómeno revela en toda su crudeza la inoperancia del mandato constitucional que adjudica a los tres niveles de gobierno, y sólo a ellos, la obligación de velar por la integridad personal y patrimonial de los ciudadanos. A contrapelo de ese precepto, resulta obligado reconocer que la seguridad es un negocio, que a ella sólo tienen acceso los más adinerados y los más influyentes, y ello representa, a su vez, una exasperante confirmación de la desigualdad social que caracteriza al país.
Sin desconocer la severa distorsión que esto significa en el orden legal y republicano, es exigible al menos que los aparatos de seguridad privada estén sujetos a un escrupuloso escrutinio de las autoridades. Hoy por hoy no es infrecuente saber de casos en los que individuos expulsados de las corporaciones policiales por no aprobar exámenes de confianza, o por haber quebrantado la ley en determinada entidad, encuentren refugio y empleo en otro estado en empresas dedicadas a vender protección. Por otra parte, no existe un verdadero control de las armas y vehículos empleados en ese negocio, y ello introduce el riesgo de que se establezcan zonas grises en las que, paradójicamente, la delincuencia tiene a su cargo la seguridad.
Deben saludarse, por ello, los propósitos de Sales y de Mancera, y exhortar al Legislativo a que formule, a la brevedad, una ley federal reglamentaria en la materia.