l país parece más un cementerio de seres humanos, de proyectos, de instituciones.
Durante el régimen autoritario el cuarto Informe de gobierno transportaba el mensaje de la consolidación y culminación de un ciclo político que para efectos prácticos terminaba para dar lugar al largo periodo del juego de sillas y espejos que desembocaba en el destape.
Como se sabe, la sucesión era el punto culminante de la conjunción de un hiper-presidencialismo, de un régimen de partido casi único y del juego de reglas formales e informales que sustituía un verdadero estado de derecho. Lo único realmente transparente en un régimen que excluía de las decisiones a la mayoría de la ciudadanía, era su amplia capacidad de incluir –e incluso volver cómplices– a los actores con poder propio o prestado que debían ser tomados en cuenta so pena de disrupciones de diversa magnitud. Como la frase que se le adjudicaba al presidente López Mateos, les preocupa las fuerzas organizadas
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La transición política debilitó a esos tres pilares del poder autoritario sin sustituirlos. Sea porque se dotó de poderes mágicos al nuevo sistema de partidos que emergió en los 90 y que se creyó que podría por contagio transformar las instituciones del poder autoritario. O sea porque se acotaron las perspectivas de los actores políticos a un propósito mezquino –por sus resultados– e ilusorio –por su verdadero poder– de acceder por sí solos a la Presidencia de la República. La reforma del Estado que habría implicado una nueva gobernabilidad y una nueva interlocución de los poderes fácticos con los emergentes desde la sociedad fue pospuesta sine die.
La prueba más contundente de lo anterior ha sido el tránsito de la polifonía de los primeros informes de gobierno en la transición donde nadie escuchaba a nadie, a los informes de gobierno acotados con un acto protocolario y un evento social posterior donde el Poder Ejecutivo decidía quiénes eran sus interlocutores. Al parecer ahora transitamos a un acto protocolario y luego a una conversación y una plataforma digital. Aquí sí que no se sabe bien quiénes son los interlocutores del Poder Ejecutivo.
El evento de la próxima semana es el síndrome de la pérdida de soberanía del Estado.
Con todo, las críticas que generó el Pacto por México al inicio del gobierno actual y de lo discutible de algunas de las reformas propuestas, éstas eran el resultado de un acuerdo programático entre las tres principales fuerzas políticas, fue procesado en el Poder Legislativo pero sobre todo tenía un propósito explícito: rescatar la soberanía del Estado.
Ahora, después de casi cuatro años, se puede decir que el pacto por México no logró su objetivo central a pesar de las reformas legislativas. Los poderes fácticos que desde finales de los 90 comenzaron a colonizar franjas del aparato del Estado y de territorios del país han extendido, no reducido su poder. El signo distintivo del momento actual es la fragmentación del poder del Estado. De manera aún más pronunciada crece la desarticulación de la sociedad donde terminan por imponerse los núcleos organizados así sean extremadamente reducidos.
En ningún ámbito es más evidente la pérdida de la soberanía del Estado que en la malhadada guerra contra el crimen. Tanto Catalina Pérez Correa en El Universal como Jorge Javier Romero en Sin embargo o Héctor Aguilar Camín en Milenio documentan la cifra espantosa de homicidios ocurridos desde 2007, y lo que Tlatlaya y Tanhuato expresan en cuanto a la conducta real y efectiva de las fuerzas represivas del Estado.
El dolor humano es inaudito y no da margen para el optimismo. Si a ello añadimos el activismo de los poderes fácticos cuyo propósito central es cuestionar y retar al poder del Estado el peligro real es que terminemos en una involución respecto de la única noticia buena que hemos tenido por décadas: los derechos humanos.
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