Opinión
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La reflexividad como secreto de Estado
E

l Servicio de Administración Tributaria anunció en días recientes una investigación a Javier Duarte y otros cuatro gobernadores (el titular, Aristóteles Núñez, se reservó los nombres) por defraudación a sus respectivos estados. Las imputaciones podrían ser múltiples: malversación y desaparición de fondos, tráfico de influencias, delitos fiscales y otras más. Sólo se habló de una en concreto: creación de empresas fantasmas. En suma: corrupción. No hay en esta noticia nada nuevo, con excepción de que el gobierno federal se dispone a proceder de manera sistemática contra lo que la prensa y la ciudadanía de esas entidades han estado denunciado dese hace años. Núñez definió a los funcionarios investigados, y no podía ser de otra manera, como presuntos responsables.

Una de las características recientes de las administraciones locales, como la de Veracruz, Coahuila, Querétaro, Tabasco y tantas otras, es que han adquirido préstamos bancarios –es decir, deudas– de dimensiones innumerables. El gobierno de Veracruz cuenta hoy con una deuda mínima por los próximos 50 años; el de Coahuila, por las próximas tres décadas, el de Querétaro no se queda atrás. Endeudar a una entidad en esas proporciones no es un simple acto ni un mero procedimiento: es una política. Además, ya se sabe, una política probablemente ilegal. La pregunta reside en si la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) investigará la relación entre esas deudas y las acusaciones de corrupción. Unas pregunta de por sí clave y decisiva. Decisiva porque en su respuesta se encuentra una de las claves para descifrar uno de los entramados principales de la patogénesis de la vida pública actual (y no sólo en esos estados).

¿Realmente son esas deudas resultado de la corrupción, como hoy se repite día a día en el propio discurso de la Federación? ¿O se trata más bien del movimiento inverso? Esta afirmación, que capitaliza los fantasmas y la ansiedad del imaginario público en la actualidad, funciona irónicamente como el bálsamo que oculta el complejo mecanismo de una fría y estupefacta racionalidad. ¿Qué acaso no se precisa de la banca para hacer disponibles los préstamos que recibieron esos estados? La corrupción en esos niveles de un gobierno local sólo se explica si del otro lado de la mesa hay un banquero que lo corrompa. ¿Y no son las empresas financieras que mediaron entre la banca y los gobernadores corresponsables de ese delirio? Aquí ya hay tres implicados, que en principio deberían ser objeto de la investigación: la banca, los mediadores y los funcionarios públicos. ¿Y alguien en la Secretaría de Hacienda no se enteró de esas transacciones? Entonces habría que exigir a la SHCP que se investigue a sí misma, lo cual sería un oxímoron jurídico.

Pero mientras todo el mundo grita: ¡Corrupción! ¡Corrupción!, la relojería del sistema financiero reflexiona cuidadosamente sobre cómo convertir a estados locales en sus principales inversionistas y sus principales cobradores de deudas. Porque la paradoja aquí es que el sujeto de la inversión no es el mismo que se endeuda: se endeuda a la ciudadanía, a la que se le secuestran sus impuestos. A este ritmo, hasta las alcaldías acabarán siendo alimento de este nuevo y anónimo minotauro.

En 2008, George Soros, cuya lealtad con la banca está fuera de duda, describió este mecanismo como una reflexividad secuestrada por el Estado. Por oficio, los bancos son sociedades en el anonimato. Mientras que todos hablan, denuncian y protestan, ellos actúan cubiertos por la densa y opaca capa que vuelve sus acciones inaccesibles a la opinión pública.

Si hay algo que podría convalidar la crítica a la razón cínica que Sloterdijk redactó hace varias décadas es la indiscreta perversión de todos esos organismos que se proponen volver transparente un mecanismo que escapa a toda visibilidad posible.

A principios de los años 70, cuando se vislumbraba la crisis de los Vietnam Papers, Hannah Arendt notó ya que los estados actuales contienen una operación similar a la de los antiguos estados absolutistas: la operación, como afirma Daniel Morales, de un neo-oscurantismo: “Si la función del ámbito público es arrojar luz sobre los asuntos de los hombres proporcionándoles así un espacio de apariencias en el que pueden mostrar de obra y de palabra, para bien o para mal, quiénes son y qué pueden hacer, entonces la oscuridad ha llegado cuando esa luz se ha extinguido víctima de una ‘brecha de credibilidad’ y de un ‘gobierno invisible’...” ( Men in dark times ( Hombres en tiempos de oscuridad)/1970).

No se trata del oscurantismo de la Alemania de los años 30, ni el que impuso Stalin en la antigua Unión Soviética, sino el que propician los actuales estados liberal-tecnocráticos. Porque ésa es la única definición capaz de reunir al concepto con la cosa en sí del actual régimen de politicidad: liberal y tecnocráticos, y no, liberal y democráticos.

¿Qué otras características posee ese nuevo gobierno invisible? ¿Acaso como todo gobierno no cuenta con un ejército invisible? ¿Con una jefatura de lenguaje y propaganda (al igual que en la novela de Orwell, 1984) que hace pasar un mecanismo –o un sistema, si se quiere– como la falta de un atributo ético?

Todo el mundo habla de los poderes fácticos como factores no que inhiben, sino que impiden la vida democrática. La banca es evidentemente uno de ellos. ¿También se le investigará en el caso de los estados condenados a la servidumbre de estas nuevas (mega)tiendas de raya?