aniatado, encadenado, laberíntico, México se acerca a uno de los momentos más críticos y ominosos de su historia reciente, la historia de su apenas estrenada democracia y de su tortuoso cambio estructural. El reloj de arena marca las horas implacable, y el callejón de las calamidades se presenta como la única ruta a la mano, aunque todos sepamos que no es sino un callejón sin salida.
Sólo desde la comodidad cretina de un cubículo o una oficina en la Ciudad de México se puede proclamar un avance victorioso para el movimiento magisterial articulado y dirigido por la CNTE. Los profesores que forman filas bajo esos estandartes corren un riesgo mayor y encaran un peligro inminente: el del cese fulminante y la represión más brutal de que tengamos memoria cercana.
Los reclamos de una patronal dañada y acorralada por una movilización que no toma nota de su entorno ni de las implicaciones globales de su acción conformarán el coro necesario para disponer la acción represiva de un Estado también arrinconado por sus propias omisiones y excesos, mientras la opinión nacional se debate en el mal entendimiento y la confusión. Nadie gana y todos ponen y pierden: así marcan los momios esta ruleta del infortunio nacional, y sólo para empezar a cantar.
El cerrojo más reciente impuesto a un país tan urgido de cambios como es México está oportunamente anunciado: un recorte inclemente al gasto público y de tablajero a la inversión del Estado, único instrumento a la mano para despejar siquiera en parte algunas de las ecuaciones diabólicas que se han apoderado de nuestro desempeño económico y afectan ya, con encono, a nuestra de por sí debilitada existencia social. Las carencias fundamentales se mantienen como maldición emanada del templo de los sacrificios y se extienden ahora a los intentos tímidos emprendidos en la ciencia y la tecnología, la educación pública superior o los timoratos proyectos de impulso a una nueva regionalidad que pueden quedarse en el tintero o el escritorio de los funcionarios designados para impulsarlos.
Todo conspira a favor de las célebres trampas del crecimiento malo, del estancamiento relativo pero cada vez más secular, que cercan y mutilan la invención y la gana colectiva de un desarrollo efectivo y duradero. Todo es pasmo y letargo, mientras asistimos a la corrosión de nuestras fuerzas productivas y la disminución del crecimiento económico potencial.
La cancelación de las expectativas resultante contrasta agriamente con el nuevo mantra gubernamental de que somos la décimo quinta economía del mundo y que lo que debe ponerse por delante es el buen humor. Claro que somos eso, y podríamos ser más, pero eso no es noticia: hace ya varios lustros que ocupamos ese lugar en el ranking mundial de las economías.
Es desde ahí, desde ese tamaño, que los contrastes sociales y los que ahora ofrecen el decaimiento productivo y del empleo deben resaltarse y servir de plataforma para reclamar de las dirigencias del Estado, la economía y la política un cambio de rumbo, hacia un nuevo curso para la evolución nacional y su desarrollo.
No es explicable, mucho menos justificable, que un país con esa economía y esa acumulación social, con esos ricos y esas riquezas concentradas, viva en el desamparo y la cerrazón, económica desde luego, pero ahora también social y política, a pesar de las aperturas que trajo consigo la democracia. Cambiar para mejorar todos y no para recaer en el extravío de la transición interminable, sin fecha de término, debía ser la preocupación principal, mayor, de partidos y legisladores. Éstos deben preguntar sin ambages a los responsables de la conducción económica del país, simple y llanamente, por qué. Por qué, en el altar de una estabilidad mal entendida y peor instrumentada se queman nuestras potencialidades y sólo se nos ofrece la resignación como costumbre y cultura.
Empezar a hacer y responder estas preguntas cruciales puede empezar a liberarnos de la trabazón institucional, política pero sobre todo mental, que nos ahoga y amenaza sumirnos en la peor de las coyunturas, de la que no sea posible levantarnos a pesar de nuestras indudables posibilidades. Del estancamiento secular al crepuscular. Mala hora.