Opinión
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El efecto Scriabin
C

on tacto y paciencia, Jacinto se las ingenió para enseñarle a Oblato el cuidado de las flores y los frutales del huerto, a mantener las decenas de macetas que adornaban los portales de la casa de la señora Berdejo con flores de las más variadas especies y aroma para que hubiera flor en toda estación y no faltaran colores. La inescrutable mente de Oblato creó un vínculo entre este florecer incesante y los sonidos del piano de la señorita Gámez, que le robaban horas todavía productivas en el jardín, poniendo a prueba la paciencia de Jacinto que comenzó a necesitarlo una vez que Oblato aprendió a vivir para las flores y los frutales. Cada mañana a las 10 iba a tenderse a la puerta de la casa vecina.

Susana Gámez supo por Tula que había un indito que todas las mañanas se tumbaba frente al zaguancito para escucharla practicar. Quiso no darle importancia, pero bien que se cuidó de abrir la puerta para sorprender al escucha de sus ejercicios, para ella, tan importantes como respirar. Por las tardes daba clases en Academias Carmona. La creciente reserva que la aquejó tras la muerte de su madre tres años hacía ya la llevó a suspender las lecciones en su domicilio para niñas, así que a su casa no entraba nadie salvó Tula, la mujer que tres veces por semana la ayudaba con la limpieza y la cocina. De manera que pasaron los meses sin que ella y Oblato entraran en contacto personal, aunque ya estaban asociados a los ojos del vecindario, donde coexistían propietarios ricos en sus residencias, inquilinos de medio pelo y una variedad de sirvientes, vendedores, pedigüeños, palafraneros y repartidores que poblaban La Cruz durante el día.

Los domingos en la parroquia de La Cruz coincidían en la misa las familias pudientes y las clases subalternas, los indios, apretados en los pasillos posteriores. Como manchas de agua y de aceite. Para ilustrar con los extremos: la señora Berdejo con su gran chal y la cabeza cubierta ocupaba la primera fila, entre parientes y gente de su misma clase, y Oblato y Jacinto se apretaban contra los trebejos y cirios usados en el hueco de la escalera del coro.

Desde la muerte de su madre, a la señorita Gámez nadie la había vuelto a ver en misa. No se confesaba. No comulgaba. Vamos, al caminar frente a la iglesia ya ni se persignaba. Se había vuelto un misterio. Para los vecinos, en particular maridos, hijos y cuñados que secretamente la codiciaban, Susana estaba hecha una solterona histérica.

Contra lo que pudiera parecer no la frustraba haber dejado su incipiente y prometedora carrera de concertista en la capital para regresar al barrio de La Cruz de su ciudad natal para cuidar a su madre, que padecía un mal lento e incurable. Cuando doña Rufina de Gámez se apagó finalmente, lúcida pero consumida por la vida, Susana retomó sus ejercicios con el piano, que se habían reducido a los ratos libres que le dejaban los cuidados de su madre y de la casa. Sólo practicaba morralla, como llamaba ella las piezas breves y comunes que tocaba por tocar. A veces doña Rufina recibía visitas, y ciertos días Susana salía de compras. Martes y jueves recibía niñas sin talento pero con familias dispuestas a pagar lecciones de piano que como quiera dan caché. Una vez que quedó sola, tomó una plaza de maestra en las Academias Carmona a donde iba cada tarde, y párale de contar. Las demás diligencias las dejaba a Tula, formidable Tula.

Se preparaba para acometer un proyecto arriesgado: dominar las sonatas de Scriabin y dejar atrás a Chopin por un rato. Cuando por fin Susana abrió los volúmenes con las partituras de Scriabin y comenzó a arañar sus primeros intentos, Oblato tras la puerta, sin percatarse, adquirió la inquietante costumbre de despegarse del suelo. Imperceptiblemente, pero si alguien le hubiera pasado por debajo una hoja de papel, ésta se habría deslizado sin obstáculo. Cuando Susana acometió esas sonatas difíciles de tararear, Oblato dio en canturrearlas ante Jacinto o las cocineras, en la que se había vuelto su selva personal de signos sonoros.