l deporte ha sido, desde sus orígenes, celebrado como una especie de remedio para la cura de toda clase de males. De las prácticas deportivas se decía que promovían la salud física y mental, que estimulaban la creatividad y constituían un vigoroso acicate para fomentar la competitividad en un ambiente de unión y camaradería. Los pocos investigadores que durante la primera mitad del siglo XX se ocupaban del tema llegaron a afirmar que constituía nada menos que un medio para reducir los índices de violencia y criminalidad en las sociedades en general, cualquiera fuera su grado de desarrollo, y especialmente en los grandes centros urbanos.
Inicialmente, esas supuestas propiedades benéficas se reducían a quienes practicaban algún deporte, no a quienes se reunían para verlo; pero con el pasar del tiempo, comprobada la capacidad de convocatoria de las disciplinas deportivas que se habían hecho más populares, hasta algunos sociólogos más o menos serios llegaron a hacer extensivas las bondades del deporte a los espectadores. Constituye –decían– una saludable válvula de escape para las tensiones inherentes a la vida moderna.
Existían, claro, quienes desde la cultura tradicional opinaban que las multitudes reunidas para apoyar a tal o cual equipo, embanderadas con colores claramente distintivos de los que tenían los del equipo de enfrente, eran una redición del presuntamente rijoso público de los circos romanos. Y no faltaban, desde el rigor doctrinario, quienes rechazaban a las mismas multitudes por distraer una atención que debería invertirse en lograr la emancipación social, y por poner su pasión al servicio de una mera actividad recreativa. Pero el sentir mayoritario de las poblaciones de prácticamente todo el mundo se pronunciaba en favor del deporte, en especial cuando las competiciones empezaron a tener un perfil internacional, y los deportistas –en forma individual y colectiva– a representar simbólicamente a aldeas, etnias, poblaciones, regiones, países y cualquier otra forma de asociación comunitaria que en la tierra hubiera.
Hasta entonces, los episodios de violencia entre partidarios de los contendientes habían sido considerados producto de lo que eufemísticamente se denominaba la pasión del momento
. Pero cuando los boxeadores comenzaron a saltar al ring envueltos en su bandera o los futbolistas a salir a la cancha con la pretensión de defender no su habilidad, su prestigio o su sueldo sino nada menos que el honor de su suelo patrio, quienes los apoyaban se sintieron en la obligación moral de defender a cualquier costo los agravios reales o supuestos infligidos a sus campeones (en especial cuando perdían). Y es que cuando las cosas se salían de cauce y surgía la antigua y comparativamente sana refriega deportiva no se estaba peleando por un resultado, sino por la integridad de la nación. Los gobiernos de todo el orbe, naturalmente, tomaron buena cuenta de este hecho y supieron capitalizarlo muy bien en su provecho.
Un papel significativo en esta historia corrió –y peor apun, sigue corriendo– a cargo de la televisión, beneficiaria de un enorme porcentaje de las ganancias generadas por los deportes desde que descubrió que todos caben en su pantalla. La contribución de este medio a la violencia deportiva –inventando o impulsando antagonismos, generando expectativas, o ensalzando figuras económicamente rendidoras, pero sin verdadera relevancia– ha sido poco menos que inestimable.
En plan más serio, la secuencia de hechos violentos producidos después de las competencias en que participan (en el caso concreto del futbol) equipos de distintos países alcanza proporciones perturbadoras, en una situación de inestabilidad global que si algo no necesita son motivos de confrontación. Por supuesto, quienes protagonizan los incidentes más graves en escenarios internacionales también organizan auténticas batallas campales en sus respectivos lugares de origen, en tales casos con excusas más domésticas; pero la repercusión, como sea, no deteriora el de por sí nada terso panorama de la política mundial.
No sería mala idea que las federaciones deportivas nacionales y sus respectivas confederaciones comenzaran un proceso de despolitización del deporte; algo se ganaría, porque descomercializarlo
es, a esta altura del partido, un objetivo virtualmente inalcanzable.