Campanita y Tejano, encuentro fortuito tras 30 años
Incubación de la Celestina
Amor en los tiempos del mal humor
reve sinopsis: Campanita y el Tejano, son los nombres de broma y afecto que los dos niños, a cuya vida inicial dediqué unos párrafos de la columneta pasada, se dieron uno al otro en los años 40, cuando por vez primera se encontraron en la escuela donde habrían de convivir, estrechamente, los años de su infancia y pubertad. Durante esos nueve años, cada uno consideró al otro su mejor, mejor amigo.
A principio de los 50 se dio, para los dos, la incomprensible, dolorosa, imposible de evitar, separación: la familia de la joven Campanita trasladó su domicilio al extrañable y entrañable DF. (Tal vez si ya hubiera sido la hórrida CDMX, no se atreven a hacerlo).
Pasaron lo menos 30 años antes de que se diera un encuentro fortuito, instantáneo, entre esos niños, ya adultos, obviamente. Me gustaría poder visualizar éste, en un escenario que por sí mismo fuera decidor, excitante: la salida de vuelos internacionales de un aeropuerto, la sala de conciertos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) o una maternidad. Pero no fue así. En el pasillo de un súper, de la colonia Campestre, al dar vuelta en el corredor de productos lácteos, dos carritos se contrapuntearon y dos manos, al mismo tiempo, se toparon escogiendo un queso (yo querría decir cambonzola), pero a fuerza de ser sincero era un cotija de Michoacán (el más premiado de los mexicanos).Los dueños de ese par de manos levantaron el rostro para disculparse y… se petrificaron. ¡Cómo ante una aparición! Dirían mis abuelas, así reaccionaron uno frente al otro. ¡ Campanita! ¡ Tejano! Y sin pensarlo se liaron en un fuerte abrazo. Los acompañantes, nada menos que sus cónyuges, los observaban desconcertados. Los rencontrados, por su parte, se sentían dentro de una cámara de Gesell, dentro de un capelo que por instantes los aislaba del mundo. El abrazo se prolongó menos de un minuto, pero la emoción compensó los años que, a partir de los 50 habían permanecido alejados. La imprudente y desalmada realidad rompió el hechizo y el cristal del capelo estalló en remembranzas y palpitaciones.
Campanita: “¡Mira, viejo, es el niño Tejano del que te he platicado! Qué increíble encuentro, después de 20 años sin saber nada de él.”
El Tejano: ¡Mira cielo! Mi amiguita de Matamoros, a quien hace 20 años no veía.
Expresiones de sorpresa, presentaciones titubeantes, breve intercambio de interrogatorios (más curiosos que de legítimo interés) pero ninguna demostración de voluntad por volver a verse y recrear el pasado el cual, a 50 por ciento del cuarteto, provocaba algún tipo de escozor.
Ignoro quién se quedó con el queso, pero sí sé que no intercambiaron ningún dato que les permitiera concertar alguna futura cita. Se despidieron con más solemnidad que júbilo, pero eso sí, con impecable urbanidad.
Tuvo que pasar otro titipuchal de años para que los astros volvieran a posicionarse en mágica conjunción y que el destino, fatum, hado, sino, providencia, cruzaran la boleta con la leyenda The postman always rings twice. (1946: Lana Turner, John Garfield / 1981: Jessica Lange, Jack Nicholson). Resulta que Quiquis, en una conversación totalmente casual conoció a una señora con el apellido de Campanita. Automática e inevitablemente surgió la pregunta sobre un posible parentesco con una amiga de la infancia. Por supuesto somos familiares muy cercanos, fue la respuesta. Vive en Cholula, enviudó, tiene tantos hijos, algunos viven en Puebla y otros en la Ciudad de México: Apunta su teléfono, estoy segura que le dará mucho gusto saber de ti. Ella te recuerda como su mejor amigo. En el restaurante donde estaban, la aspiración de Quiquis (y eso que se contuvo), fue tan profunda que privó a los asistentes de este elemento químico cuyo símbolo es O
y su número atómico el ocho (para todos los funcionarios que no hayan presentado su prueba de evaluación, se le conoce como oxígeno). Recuperado, fue a su casa y duró días y medias noches (la otra mitad las descansaba), sufriendo la angustia de la duda, esa condición humana que, al lado de la concupiscencia, habita en nosotros desde siempre. Ya a finales del siglo XVI, un habitante de Stranford –upon– Avon, nos había enfrentado a disyuntivas nada cómodas (como si no tuviera uno otras cosas más urgentes que resolver): To be or not to be
. Imagino a Quiquis en vela (o en foco de 250 watts), tomando la gran decisión: to call or not to call
. La tomó y la luz se hizo.
La respuesta fue cálida, efervescente, preñada de futuro. Las llamadas se hicieron tan frecuentes y cálidas que llegaron a desgastar la fibra óptica que comunica a Matamoros con Cholula (claves Lada 868 y 222, por si alguien las necesita). Hay quien asegura que esas permanentes conferencias ayudaron mucho a don Carlos Slim en su carrera parejera frente a don William Henry Gates (en el club los CEO le llamamos Bill).
Era inevitable, de esas llamadas fue surgiendo de manera natural el proyecto del rencuentro. Como en todas las reuniones de trascendencia, el más mínimo detalle debe ser previsto y cuidado con esmero: fijar la fecha que a ambas partes convenga, el sitio, lugar, hora e infinidad de condiciones que aseguraran el más favorable de los ambientes. Afortunadamente las familias de los dos amigos coincidían en que se trataba de un evento (y un acontecimiento), que les acarrearía inmensa felicidad. Todos contribuyeron a crear el ámbito y el momento precisos y propicios. El domingo 12 de este mes, un hijo de Campanita, destacado médico del American British Cowdray (para los enfermos monolingües, Hospital Inglés), abrió su casa (alacena y cava incluidas) y la convirtió en el territorio/homenaje a la amistad perenne. Por circunstancias que no creo que puedan interesarles, a esa reunión, me colé. Tan sólo alego en mi defensa, que el espíritu de Fernando de Rojas, bachiller en leyes (Salamanca), quien a sus precoces 25 años (1495) escribe La Celestina, obra considerada como la culminación literaria de la Edad Media
y que marca el gran paso de ésta al Renacimiento, se incubó en mí, cuando me enteré del emocionante affaire de Calixto ( Tejano) y Melibea ( Campanita). De Saltillo, algunos inverecundos me gritan: No te hagas Ortiz, deja en paz a doña Celestina patrona de los lobbistas y cabilderos y, en palabras nuestras confiesa, sin recato, que cumpliste a satisfacción tu labor de alcahuete que, a todo buen amigo, le es irrenunciable. Acepto. Lo que a continuación relato, seguramente bastante desangelado, comparado a lo que viví, es lo que recuerdo emocionado, al llevar a Quiquis/ Tejano/ Calixto/ a una cita seis décadas pendiente. El doctor, vástago de Campanita, su esposa, académica e investigadora de la UNAM (uno de esos beneficios colaterales que le ha dejado al país su solidaridad con quienes en cualquier parte son perseguidos por sus ideas o sus creencias), otras hijas y nietos fueron un alegre comité de recepción. Nos pasaron a una sala en cuya mesa de centro había una especie de bazar de goodies, canapés, hors d´oeuvres (acá entre nos, botanas). Nos estábamos sentando cuando se inició un rítmico, preciso golpeteo que nos volvió a poner en pie. Dando vuelta al rellano de la escalera aparecieron unas zapatillas (tacón de 10 centímetros) y luego el pantalón de un estilo sastre
cortado a la medida. Descendía una mujer alta, delgada, su pelo suelto y lacio le llegaba a los hombros. Caminó directamente hacia su mejor, mejor amigo
y dijo: “ Tejanito, que felicidad volver a verte, y bien.” Quiquis balbuceó algo ininteligible y, con una cadencia y exquisita suavidad acarició el contorno del rostro de Campanita: deseaba, con todas sus fuerzas, verla, reconocerla. ¿No sé si ya se los había comentado anteriormente pero, aún antes de escribir su libro, Quiquis, el Tejano, había perdido totalmente la vista o sea que, había dejado de ver, pero tan sólo por los ojos.
Encargué a Mariana, mi hija dos, regresar a Quiquis a su hotel, después de todo ella era tan culpable como yo de nuestra involucración en este enredo. Regresé a casa angustiado, con el temor de una merecida reprimenda de doña Socorro Valadez, por la acostumbrada tardanza de la columneta. Saqué de la heladera mi coctelera, previamente preparada, y serví unos martinis con su gran aceituna Gordal en el centro. En cualquier momento, me decía, podrían aparecer don Gabriel García Márquez y sus entrañables amigos: Faustino Ariza y Florentina Daza. Él, nos había emocionado con el relato de su amor en los tiempos del cólera:
Yo, simplemente compartía la satisfacción de haber alcahueteado, para la supervivencia de un amor, en los tiempos de la cólera o, simplemente, como oficialmente se dice, del mal humor.
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