os partidarios de la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) ganaron por estrecho margen el referéndum de ayer para decidir la permanencia del país en ese bloque continental. Aun antes de conocerse los resultados, las bolsas asiáticas tuvieron fuertes caídas, la libra esterlina se hundió a sus peores niveles y los medios de Europa no se daban abasto para proyectar y explicar las consecuencias de esa consulta, que si bien no es vinculante ni tiene fuerza legal, coloca al parlamento británico en la obligación moral –por básico espíritu democrático– de redactar y aprobar las leyes necesarias que concreten la ruptura con la unión regional.
El hecho es, sin duda, un terremoto en varias pistas. De entrada, introduce un acentuado factor de inestabilidad e incertidumbre en las finanzas mundiales, cuya onda expansiva tendrá un efecto negativo en naciones que, como la nuestra, no están involucradas en el asunto. Por otro lado, coloca a Europa ante una complicadísima tarea de reformulación de las instituciones comunitarias de las que Londres formaba parte, y que en lo sucesivo deberán operar sin Gran Bretaña. Asimismo, el resultado de la consulta obliga al Reino Unido y a la UE a emprender arduas negociaciones para fijar los términos del divorcio, el cual afectará las relaciones entre las islas británicas y la Europa continental en ámbitos tan diversos como el de las regulaciones migratorias, las reglas de la seguridad social, los intercambios comerciales, la seguridad, las instituciones jurídicas, los intercambios académicos, la participación en entidades industriales y tecnológicas, entre muchos otros.
En lo inmediato, el impacto más perceptible es el sicológico: de súbito el conglomerado de 28 países europeos debe verse en el espejo de su propia fragilidad y asumir que las fuerzas centrífugas en su interior son mucho más poderosas de lo que había calculado. La concreción de la Brexit (contracción de British exit o salida británica) tiene una significación mucho más demoledora que la que tuvo en su momento la posibilidad de una Grexit ( Greek exit o salida griega), porque la primera es decisión de un electorado, en tanto que la segunda se concebía más bien como una expulsión.
Es lógico suponer que el referéndum de ayer dará un impulso inmediato a los partidos y organizaciones eurofóbicos de otros países, con el agravante de que tales formaciones se inscriben, en su mayoría, en la extrema derecha, aunque en algunos casos vayan acompañados por pequeños grupos de izquierda radical antisistema. Debe notarse que en la mayoría de los casos el rechazo a la UE en las sociedades de los países que la integran tiene una raíz xenófoba y chovinista que atribuye los problemas económicos y sociales (especialmente el desempleo y la criminalidad) a la pertenencia a la Europa comunitaria.
Sin desconocer las muchas miserias, contradicciones e insuficiencias que han minado la construcción de la unidad europea, resulta ineludible reconocer que el resultado de la consulta de ayer en el Reino Unido es una derrota para uno de los esfuerzos civilizatorios más importantes del siglo pasado y un triunfo para los nacionalismos exacerbados y retrógradas que, con demagogia chovinista y descarados propósitos electorales, hacen del extranjero, de lo extranjero y de los extranjeros la causa última de los males propios.