n horas recientes, el Congreso de la Unión aprobó el paquete de reformas legales en materia penal orientado a consolidar un nuevo sistema acusatorio, adversarial y oral; asimismo, la mayoría votó en favor de la versión ligera de una Ley General de Responsabilidades Administrativas (llamada ley anticorrupción
).
Lo anterior es el más reciente episodio de esa suerte de vértigo legislativo en el que ha estado empeñado el Congreso de la Unión en lo que va del sexenio y cuyos principales frutos son las polémicas reformas estructurales impulsadas por el gobierno federal. Más allá de ellas y de sus consecuencias, empieza a convertirse en norma que en cada ocasión que un asunto cobra relevancia en el debate nacional se propone –y muchas veces se realiza– una modificación en el marco legal del país. Ello ocurre después de los 12 años de relativo estancamiento legislativo que caracterizaron a las presidencias panistas, precedidas, a su vez, por dos sexenios –el de Carlos Salinas y el de Ernesto Zedillo– en los que Constitución, leyes y códigos fueron severamente modificados.
Pero es ineludible señalar que, más allá de las buenas intenciones que existan detrás de cada nueva ley o de cada modificación a las existentes, los problemas sustanciales de México no han sido resueltos ni atenuados por los cambios legales. La pobreza se mantiene en niveles exasperantes, la inseguridad ha crecido a pesar de centenares de sesiones y votaciones de ambas cámaras dedicadas al tema, los hábitos antidemocráticos persisten a contrapelo de las muchas reformas políticas operadas en los tres pasados decenios y la corrupción, lejos de disminuir, ha florecido sexenio tras sexenio y ha trascendido el ámbito de la inmoralidad institucional para convertirse en un pesado lastre de la economía.
Esto es así, no necesariamente porque el marco legal sea inadecuado sino porque no existe en las esferas del poder público –en los tres niveles de gobierno y en los tres poderes de la Unión– la voluntad de cumplirlo de manera puntual, pulcra y republicana. Para no ir más lejos con los ejemplos, con o sin leyes reglamentarias buena parte del articulado constitucional es y ha sido letra muerta; con o sin reformas, persiste en el país un grave déficit en la observancia de los derechos humanos; con o sin códigos electorales, diversos actores políticos siguen recurriendo a la compra, inducción y coerción masivas del voto sin que las instituciones responsables de la materia –el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación– hagan gran cosa por impedirlo.
Vista desde esta perspectiva, la febril actividad de redacción y modificación de legislaciones parece más bien un recurso para distraer la atención del problema real de fondo: que las leyes no se cumplen, o bien que son utilizadas en forma facciosa, discrecional y arbitraria a conveniencia de las autoridades en turno.