as pasadas elecciones estatales mostraron un deformado rostro nacional que se resiste a ser reconocido y, menos aún, mejorado. Más todavía, los resultados dibujan un cuerpo lleno de lastimaduras y deformaciones profundas. El voto sí cuenta; eso ya lo sabíamos y ahora se da prueba adicional de ello aunque quede enjaulado por las muchas trampas a las que, sin miramientos, es sometido. Pero además de esa realidad poco hay que sorprenda a no ser la participación de una buena parte de la ciudadanía (52 por ciento) que cumplió con su deber electoral. Los gobernadores triunfantes –con la sola excepción de Chihuahua– no adicionan garantía alguna de mejora ética, administración transparente o crecimiento económico. La abrumadora mayoría son, por el contrario, un seguro para la continuidad del deterioro, tanto en eficacia como en autoritarismo y cuestionable honestidad. En cuanto a los aspirantes derrotados en la contienda habría también que marcar distancia y desconfiar de su prestancia en las varias materias que los sufragistas solicitaron terminantes correcciones. Tal vez puedan distinguirse a los candidatos presentados por Morena, único partido que hizo reconocible esfuerzo por sanear el tétrico panorama general y presentar aspirantes de reconocida solvencia ciudadana.
La calidad de la vida democrática tampoco sale bien parada del reciente proceso. Se volvieron a emplear los ya tristemente conocidos ardides, las sucias trampas, las denuncias estériles y los francos delitos de siempre. La compra y condicionamiento del voto repitió su poco envidiable lugar de privilegio. Las intervenciones ilegales de las autoridades de ambos partidos (PAN y PRI) son complemento, presentado como casi natural del roído escenario de las temporadas electivas. Algunos críticos parecen justificar tales tropelías como secuelas inevitables de los ardores inherentes al poder. Otros aducen, para suavizar el tono de sus críticas, la supremacía del voto que, en determinadas circunstancias, hace inviable, inefectivo o superable el fraude. Hay, entonces, que volver a decir que no todos los partidos optan por prácticas viciadas como normalidad de conducta partidaria. Morena, de nueva cuenta, se libra de entrar a esa rebatiña perniciosa, aunque los difusores oficiosos pretendan ensuciar su talante y actuación con el sospechosismo conspirador y las patrañas de siempre. La opción presentada por este partido se viene reconociendo, con marcada consistencia, por el electorado. Morena pasó de lograr, en su primera prueba 9 por ciento de los votos válidos en 2015 a 14 por ciento en 2016. Fue, junto con el PAN, el único contendiente en lograr aumentar su apoyo ciudadano. Todos los demás decrecieron su tajada del pastel electoral.
Un caso aparte lo presenta el PRI, dada su importancia en las contiendas y en la operación de los gobiernos locales, municipales y el federal. Su declinante tendencia a reducir empuje es ya notable a la distancia de varias elecciones. Sólo con citar la disminución sufrida en las votaciones de los mismos estados (12 de ellos) de la actual competencia, respecto de lo logrado en 2010, se puede apreciar su trayectoria a dejar de ser una fuerza predominante al perder más de siete puntos porcentuales. El tricolor se queda con un raquítico 24 por ciento, muy poca legitimidad para pretender gobernar con desplantes poco consensuados, autoritarios, pues. Del 33 por ciento obtenido en 2015 pasó, en 2016, a 30 por ciento. Hará bien este partido en lanzarse a clarificar su comprometida situación. No hay, en tal panorama declinante, una razón que explique, por sí sola, la ya prologada agonía. Son múltiples los factores que están afectando su cuerpo orgánico, pero por algo hay que empezar. La terca negativa para enderezar la masiva y probada deshonestidad de sus militantes es suicida. En seguida habría que hermanar la introspección con la sólida, tenaz, inexcusable impunidad: ese denso manto con que se cubren, unos a otros y a los demás de pasada, para eludir responsabilidades y escapar de la ley sin castigo alguno. El arraigado patrimonialismo y dañino abuso de autoridad se ha convertido en una divisa de la casa. Pero el PRI, como instituto político, no deambula solo. Adelante y por encima se le encarama una casta dorada de tecnócratas rodeados de privilegios que le condiciona su pensar, candidatos y movimiento. Estos personajes, todos de enquistada fe neoliberal, le han quitado a los priístas toda resaca de ideología, de conciencia nacional para someterlos a la muy dañina actitud llamada, pomposamente, pragmática. Un raquítico señuelo para ir por el mundo sin guía ni respeto pero con la mirada fija en sus propios intereses. Poco adicional puede decirse de la camisa de fuerza que les impone una plutocracia por demás depredadora y de vetustas concepciones, no sólo sociales, sino de negocios incluso. Lanzarse con furia y poca legalidad contra la dirigencia magisterial opositora no les acercará gota alguna de la legitimidad perdida en las urnas. Se hace frecuente el empleo del garrote en los devaneos priístas para presentarse, ante una rala y acomodada sección poblacional que, con ello, se siente escuchada y protegida en sus miedos.