n la breve calle de Gante se levanta la escultura en bronce de un hombre alto y esbelto que porta una túnica. Es la representación de fray Pedro de Gante, uno de los religiosos más notables que llegaron a la Nueva España al poco tiempo de la Conquista. De origen noble y opulento, renunció a esos lujos y a los cargos importantes que le ofrecía la jerarquía eclesiástica. Optó por dedicarse, como simple fraile, a mejorar la vida de los más desposeídos; igual que ahora, la lista la encabezaban los indígenas. Entre sus primeras acciones estableció la célebre Escuela de Artes y Oficios, anexa a la capilla de San José de los Naturales, situada en el que habría de convertirse en el convento Grande de San Francisco.
En 1548 fundó el Colegio de Niñas de Santa María de la Caridad, con el propósito de dar morada a huérfanas y enseñarles doctrina cristiana, leer, escribir, cantar y tocar instrumentos musicales. Contaba con el apoyo de la acaudalada Archicofradía del Santísimo Sacramento, que dirigía la institución y administraba los millonarios bienes que recibía por donaciones y herencias. Esto le permitió construir un soberbio edificio con su templo adjunto, en las cercanías del convento de San Francisco, en lo que ahora son las calles de Bolívar, 16 de Septiembre y Venustiano Carranza .
Como resultado de la aplicación de las Leyes de Exclaustración de los Bienes de la Iglesia, a mediados del siglo XIX, el colegio fue vendido a particulares que lo convirtieron en hotel. Tiempo después fue sede del Casino Alemán y finalmente se remodeló para convertirse en el famoso Teatro Colón.
Tras años en el abandono, a principios de la década de los años 90 del siglo pasado fue adquirido por los banqueros para establecer ahí su nueva sede, después de varios lustros en el edificio Guardiola. La restauración la realizó el magnífico arquitecto Ricardo Legorreta, conservando lo mejor de cada época; así, en la fachada de 16 de Septiembre preservó la balconería de zinc, herencia del periodo teatral, y en la de Bolívar, restos significativos del rostro barroco, con el tezontle y cantera que la recubrió cuando fue colegio de niñas.
El interior es deslumbrante por la arquitectura y la decoración, en general feliz maridaje de lo antiguo y lo moderno. El inmenso patio de piso de recinto, rodeado de arcadas, luce en el centro una preciosa fuente contemporánea de piedra negra. Lo que fue el vestíbulo del teatro se convirtió en el bar, que conserva los arcos de piedra afrancesados que lo adornaban. Soberbias esculturas de Javier Marín conviven armoniosamente con imágenes estofadas y muebles antiguos.
El templo del convento muestra dos bellas portadas barrocas; dedicado al culto, tiene su entrada independiente por Bolívar. En el sobrio interior se extraña el coro que quedó integrado al antiguo convento.
Hace unos días tuvimos el asombro de descubrir que uno de los comedores privados del Club de Banqueros fue el espacio del coro; se conectaba al templo por un gran arco de piedra. Cubierto con puertas de madera, se pueden abrir para comunicarlos y poderlo utilizar para su propósito original. Esto ha sucedido con motivo de algunas bodas que celebran la ceremonia religiosa en el templo acompañada de un coro, y después hacen la fiesta en el precioso patio del club.
Sin duda este es uno de los mejores sitios para comer en la ciudad; se puede decir que tiene todo: excelente cocina, belleza sobresaliente y magnífico servicio; como es de suponerse, es muy exclusivo. Pero si hace su reservación en tiempo y forma
seguramente puede darse ese gusto.
Hay un grato encuentro entre platillos caseros como sopa de fideo o albóndigas, con carnes y mariscos de postín. Entre sus recetas originales, una de mis favoritas es el linguini Guardiola, que, no lo van a creer, es pasta con ¡mole poblano hecho en casa! Una auténtica delicia. Fieles custodios de la tradición, tienen siempre platillos de temporada preparados con rigor ancestral.