asi una semana después de la jornada electoral del 5 de junio, en la que se renovaron gubernaturas en 12 entidades y se eligió a la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México, el titular de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, se pronunció ayer sobre los resultados obtenidos por su partido, el Revolucionario Institucional, y dijo que se tiene que hacer un análisis, ver los alcances de los resultados, de cómo se han venido haciendo las cosas
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El contexto en el que se produce esta declaración es el procesamiento de los saldos desastrosos obtenidos por el PRI el pasado domingo: derrotado en la mayoría de las elecciones estatales –ganó cinco de 12 gubernaturas– y relegado a una irrelevante cuarta posición entre los votantes de la capital, el priísmo se debate en estas horas entre explicaciones demagógicas e insostenibles –como las que vinculan el fracaso electoral con el anuncio, en mayo, de la iniciativa presidencial para legalizar el matrimonio igualitario– y la proclividad a responsabilizar de las derrotas a los gobernadores estatales salientes.
Sin desestimar el poder caciquil que ejercen los titulares de los ejecutivos locales en sus respectivas entidades, y sin desconocer el hartazgo de la ciudadanía ante los casos de ineficiencia y corrupción que exhibieron varios de esos mandatarios durante sus gestiones, es pertinente señalar que en las elecciones del pasado domingo se percibió también un juicio reprobatorio hacia la forma en que es conducido el país en su conjunto por la actual administración, que no alcanza a ofrecer respuestas articuladas a los problemas de índole nacional.
Uno de los más claros es la delincuencia y la inseguridad pública. Sin plantearse un deslinde tajante con respecto a la estrategia de seguridad
seguida por sus antecesores, el actual gobierno no ha sido capaz de detener la violencia delictiva más allá del ámbito mediático; en cambio, su característica ha sido la de fortalecer tendencias represivas contra las movilizaciones populares: masacres como las de Tlatlaya, Apatzingán y Tanhuato, así como la atrocidad perpetrada en Iguala el 26 de septiembre de 2014 contra estudiantes normalistas de Ayotzinapa, tienen lugar sin que las autoridades puedan o quieran impedirlas y en diversas regiones del país predomina entre la población una sensación de desamparo casi absoluto ante la delincuencia y de exasperación por los excesos policiales gubernamentales.
Sin duda, persiste un profundo descontento entre la población por la exasperante impunidad con que actúa el crimen, la extendida corrupción de la clase política y la falta de perspectivas de desarrollo personal y social que ha sido el signo de las últimas décadas, pero se ha acentuado de manera importante en los casi cuatro años transcurridos desde que el PRI retornó a la Presidencia de la República. A ello se agregan los saldos de descontento y malestar dejados por las diversas reformas estructurales, las cuales no han bastado para generar el número de empleos y la bonanza económica que prometieron sus promotores y sí, en cambio, han servido para introducir múltiples factores de tensión política y social en el país y para profundizar el desmantelamiento de la propiedad pública.
Frente a esta realidad, es improcedente que el partido en el poder busque atribuir el descalabro electoral del pasado domingo a dinámicas y correlaciones de fuerzas estrictamente locales. Sería deseable, en cambio, que las autoridades federales acusaran recibo del clamor crítico de la ciudadanía y se esmeraran en recomponer el rumbo político, económico y social del país.