ras recorrer los 360 kilómetros que separan a Cochabamba de La Paz, en Bolivia, y después de haber sido dispersados con gases lacrimógenos por las fuerzas del orden para impedirles el acceso a la Plaza Murillo (plaza de armas), centenares de miembros de un movimiento minoritario de discapacitados permanecían anoche en la calle con la exigencia de ser recibidos por el presidente Evo Morales.
Las principales reivindicaciones del grupo son el incremento del subsidio mensual que reciben del Estado de 80 a 500 bolivianos (de 11.5 a 72 dólares) y la creación de mecanismos para un mejor acceso al mercado laboral. El gobierno afirma que no serán recibidos por el mandatario, porque éste ya giró instrucciones para que sean atendidos por otros funcionarios, y que las finanzas públicas no podrían sobrellevar la carga que sumarían los montos demandados: unos 53 millones de dólares anuales.
La víspera, los peticionarios rechazaron la invitación que el ministro de Gobierno, Carlos Romero, formuló a los dirigentes de todas las organizaciones de discapacitados del país para iniciar una mesa de diálogo, y más tarde la policía respondió con gases lacrimógenos al intento de los minoritarios –muchos de ellos en sillas de ruedas o con muletas– de romper el cerco policial establecido alrededor de la plaza central para impedirles el paso.
Llama la atención que un gobierno de genuina orientación social, como es el del Movimiento al Socialismo en Bolivia, no haya sido capaz de operar con mayor sensibilidad y hasta con más pericia política ante un movimiento que habría podido ser encauzado de otra forma y que hoy coloca a la presidencia de Morales Ayma en los titulares desfavorables de una prensa internacional que le es mayoritariamente adversa. En este escenario los medios tienden a omitir el hecho de que en La Paz se encuentran grupos de discapacitados procedentes de los nueve departamentos del país participando en negociaciones con representantes gubernamentales.
Más allá del desafortunado episodio boliviano, cabe reflexionar sobre la necesidad de que la sociedad, por medio de sus instituciones, se comprometa activamente a promover la equidad entre sus integrantes mediante leyes, acciones y programas orientados a reducir toda situación de desventaja histórica padecida por los pertenecientes a los llamados grupos vulnerables y a alentar su plena incorporación, en pie de igualdad, en todos los ámbitos del quehacer humano.
En México el crecimiento de las desigualdades sociales que ha tenido lugar en décadas recientes debiera obligar al establecimiento de una política social integral, no clientelar ni populista, es decir, basada en derechos y no en dádivas, para contrarrestar el impacto de la brecha social en los sectores afectados por ella. Y ello incluye necesariamente garantizar a la población con discapacidad condiciones mínimas para vivir y para participar en todas las facetas de la vida social.