a globalización extrema que se buscó con ahínco a fines del siglo XX ha tenido que ceder su lugar al temor de las élites mundiales a los efectos e implicaciones de una desigualdad que poco o nada tiene que ver con la desigual distribución original de los talentos y las capacidades. Tampoco, en sentido estricto, con el libre comercio o los saltos tecnológicos. Tiene que ver con el poder y sus usos y, en nuestro caso, con los abusos que de él hacen los ya poderosos.
Lo que se premia es la herencia o el privilegio adquirido sin mayor competencia, mientras las habilidades y destrezas forjadas en el trabajo o el estudio ven sus recompensas estancadas, cuando no reducidas, por los ajustes macroeconómicos o los que una y otra vez llevan a cabo los altos mandos de bancos y corporaciones para aumentar sus rendimientos sin invertir demasiado ni ampliar sus mercados y clientela.
Así, como advirtió en su informe más reciente el propio Fondo Monetario Internacional, el mundo puede entrar en círculos viciosos cuyo único desenlace previsible sea el estancamiento a largo plazo, quitándole al capitalismo su atributo primordial de crecer y ampliar mercados y expectativas, ensanchar capacidades de consumo masivo con cargo al crédito y el empleo más o menos seguro y hasta redistribuir por la vía fiscal parte del excedente generado. Ese capitalismo está hoy en riesgo de desaparecer o de reducirse a una mínima expresión de bienestar a ras del suelo e inseguridad e incertidumbre galopantes, hasta volvernos a todos migrantes en nuestras propias tierras.
Estas y otras parecidas son las encrucijadas que reclaman la atención de la academia y los centros de investigación y encuentro de las élites del mundo avanzado. Para ellos, la desigualdad a flor de piel que hoy caracteriza a sus sociedades no es cosa de juego o asunto que merezca ser pospuesto sin fecha de término. La densidad alcanzada por sus estados de bienestar y sus democracias en los 30 años anteriores al gran cambio que trajeron consigo el imperio del neoliberalismo y el desplome de la URSS, no ha sido desmantelada en estos años de crisis y dominación liberista aunque algunos de sus resortes básicos hayan sido desde luego afectados, contraídos y dañados, como lo ha sufrido casi toda Europa y lo vivió desde antes Estados Unidos de América.
Así y todo, la emergencia de convocatorias y proclamas autoritarias y discriminatorias, la política de la furia que algunos se empeñan en llamar populistas, ha hecho sonar las alarmas en las ciudadelas del poder mismo que ven en esos populismos
el peligro inminente de una inestabilidad política que dé al traste con lo ganado y acumulado y ponga al mundo al borde de nuevos y costosos derrumbes. Es en las democracias, entonces, donde habrán de jugarse los partidos decisivos para intentar definir y diseñar la agenda poscrisis que la naturaleza enigmática de ésta ha obligado a posponer y revisar una y otra vez a partir de 2009.
El mundo sí está en peligro, debido a la irrupción de fantasmas y brujas que se suponían exorcizados en definitiva gracias a la madurez de las democracias y al espesor de protección y seguridad personal y social garantizado por las formaciones estatales reconstruidas desde el arranque de la segunda posguerra. Todo esto ha sido conmovido y estructuras enteras removidas, pero no para delinear un porvenir mejor, sino para trazar un horizonte cargado de nubarrones.
La crisis brasileña y el lamentable, por grotesco y primitivo, espectáculo montado por los enemigos de Dilma, Lula y el PT que quede, nos regresan a escenarios de golpismo, desorden y caos autoritarios que habíamos dado por superados para siempre. El patético “K vs K” en Perú refuerza esta visión retro que el formato democrático no puede ocultar.
A imaginar saltos adelante en lo político y lo social podíamos aventurarnos gracias a la recuperación o el estreno democráticos y, en los últimos años, al auge económico vivido en el cono sur, que permitió a varios gobiernos redistribuir ingresos y oportunidades. Y hacerlo sin alterar las relaciones sociales fundamentales, ni una fiscalidad esencialmente conservadora y en buena medida portadora del legado oligárquico aun presente en la cultura y los estados ahora democratizados.
Qué tanto quedará de lo logrado en el plano de la existencia y el bienestar colectivos está por verse, pero la fragilidad institucional y política de esas democracias, su gran bache cultural que ahora encaramos, obliga a temer que nuevos retrocesos y regresiones se han puesto en la orden del día de unas democracias que deben aprender que sus primeras pruebas de ácido no han concluido. La abierta renuencia de partidos, intelectuales, medios informativos y ciudadanía en general, a asumir la urgencia y pertinencia de una agenda referida expresamente a la cuestión social en México, nos hermana con estas tendencias conosureñas aunque nuestra trayectoria económico-social y política haya sido diferente, en algunos aspectos radicalmente diversa, de la experimentada en aquellas latitudes.
La opacidad que impera en el teatro político; el golpeteo incesante al que los partidos han decidido someter a la legalidad político-electoral por ellos procreada; la banalidad con que se ha rodeado la agenda libertaria
que reina en la opinión pública y el mundo de la política formal que insiste en verse como normal, junto con la desfachatez ordinaria y corriente de los acomodados y los súper ricos, los tristemente célebres mirreyes
y sus corifeos; el abuso como forma cotidiana de ejercer el poder junto con la impunidad presumida como virtud de gran política; en fin, esas franjas de decadencia y corrosión del Estado a que nos ha referido el gran creador Fernando del Paso que se traga su vergüenza
y en las Españas que lo premian habla y fuerte de lo mal que está su país, deberían confluir en la formación de un sentido de urgencia –y emergencia– del que sin demasiada razón nos despojamos al convencernos de que así eran las cosas y no podían ni tenían por qué ser de otro modo.
Así fue como el país y las nuevas élites políticas surgidas de la transición pasaron sin mediación alguna del reclamo social y democrático de los años 70 y 80 del siglo pasado a una celebración del cambio que pronto se trocó en regodeo y luego en resignación, que algunos tontos han confundido con felicidad y buen humor a la mexicana. Y aquí nos quedamos, perdidos en el tránsito como cualquier capitalino o mexiqueño, o como nos vayamos a llamar en delante.
Cómo aspirar a despertar con un distinto amanecer
es el gran, casi único desafío. Hay un México grande, por población y territorio, que se quedó atrás y puede rezagarse todavía más, nos recuerdan análisis y cifras recientes. Pero están atrás y no aislados en su retraso ni sumidos tranquilamente en su pobreza. Son, como quizás nunca antes lo fueron salvo en los años de la Gran Bola, parte integral, inseparable, del México boyante, que no por ello deja de reproducir la pauta de mal empleo y salario que nos define como promedio.
No hemos sido capaces de conformar un Estado de bienestar, pero sí de contemplar hasta con regodeo dizque liberal el desmantelamiento de sus cimientos en la salud y la educación públicas y ahora en las pensiones. Lo que ha emergido es un Estado de malestar
, cuyas raíces objetivas, históricas, están debajo del mal humor que tan perplejos deja a los nuevos gobernantes que, a pesar de todo, han empezado a bailar ya la danza sucesoria.
Pero México está partido y cruzado por una desigualdad extensa a la vez que honda que, al combinarse con la pobreza y la vulnerabilidad masivas, conforman un continente activo de encono y enfrentamiento, anomia y desenfreno. Todo esto se ha dicho y redicho sin que esa voz sea escuchada como se debe. No se puede esperar al relevo presidencial para que la sociedad toda la oiga. Es aquí y ahora.
¡Cuidado! No vaya siendo que los sufridos habitantes de tanto territorio físico y moral devastado descubran o inventen que toca a ellos, alevantados, levantarnos.