omo lo advertimos oportunamente en este espacio, el gobierno federal ha decidido endurecer sus posiciones frente al escrutinio independiente en materia de derechos humanos ( La Jornada, 26/03/16). En retrospectiva, los inicios de esta regresión autoritaria pueden rastrearse hasta los primeros enfrentamientos contra mecanismos oficiales de las Naciones Unidas, señaladamente la inusitada descalificación que emprendió la cancillería en contra del Relator contra la Tortura, Juan Méndez. Un intachable referente sobre la defensa de los derechos humanos en América Latina. Esta tendencia se mantendría a lo largo de todo 2015, año en el que los diagnósticos internacionales sobre la situación de los derechos humanos coincidieron en señalar que nuestro país enfrenta una grave crisis. Así lo consideraron el Comité contra la Desaparición Forzada, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Más recientemente, la artillería descalificatoria ha apuntado, como hemos visto, en contra del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y del secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Emilio Álvarez Icaza. Al primero, el gobierno federal no le perdona haber demostrado contundentemente las falencias de la investigación realizada en el caso Ayotzinapa, y haber alcanzado una credibilidad que desearían para sí las instancias oficiales. Y al segundo, el gobierno federal y sus aliados lo fustigan por su independencia y, mostrando un profundo desconocimiento sobre el funcionamiento del Sistema Interamericano, le recriminan haber contribuido a las posiciones críticas de la CIDH sobre México, cuando en buena medida éstas provienen del pleno de los comisionados, quienes deciden la agenda de ese órgano con plena soberanía. En los ataques contra la CIDH y el GIEI es notoria la intervención de actores que profieren infamias y difamaciones, pretendiendo actuar de manera independiente. Así lo demuestra el fallido episodio de la inédita denuncia contra Álvarez Icaza: súbitamente, quien de forma airada aparecía en los medios como su más decidido denunciante, decidió no ratificar la denuncia, a efecto de que la procuraduría contara con una salida legal para cerrar el expediente. De la noche a la mañana, el decidido acusador no ratificó la denuncia ni interpuso ningún recurso, permitiéndole al gobierno federal anunciar el archivo del expediente durante el reciente período de sesiones de la CIDH. Esta operación denota, sin duda, que existen vasos comunicantes entre los personeros que increpan a la CIDH y a su secretario ejecutivo.
En este contexto de endurecimiento contra el trabajo independiente en materia de derechos humanos, es menester señalar que los ataques contra los mecanismos internacionales de supervisión, graves en sí mismos, representan también amenazas veladas contra las defensoras y los defensores que trabajan en México. Sobre todo contra aquellos que realizan su labor en las periferias
. Si el gobierno federal no se detiene cuando se trata de denostar a un referente internacional como Juan Méndez, nada bueno pueden esperar los defensores comunitarios que trabajan, por ejemplo, en Xochicuautla, estado de México, o en la Montaña de Guerrero. Estos días recientes hemos visto cómo se consolida este escenario adverso. Por un lado ha continuado en diversos medios una fuerte campaña contra colegas como Mariclaire Acosta y José Antonio Guevara, recurriendo al gastado tópico de cuestionar la procedencia de los fondos con que trabajan los organismos no gubernamentales, pese a que estos han desarrollado prácticas de transparencia.
Por otro lado, en un preocupante mecanismo, que revela una escalada de la campaña de desprestigio, se han hecho públicas de manera ilegal llamadas telefónicas privadas de un integrante del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, de otro activista del Centro Prodh y de un padre de familia de los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa. Estas llamadas supuestamente habrían sido difundidas en redes sociales por un grupo delictivo. Como siempre ocurre en estos casos, las conversaciones reveladas requieren una explicación del fondo y del contenido. Aunque, sin negar la relevancia de esto, no puede dejarse de lado un análisis más minucioso sobre estas revelaciones. No sólo en cuanto a la ilegalidad de los escuchas, sino sobre todo en cuanto a formular preguntas básicas, que en un entorno democrático serían ineludibles: ¿El grupo criminal al que atribuyen la filtración ha tenido antes ese modus operandi? ¿Tiene la capacidad para circular en redes una llamada y lograr la atención de los principales medios nacionales? ¿Cuenta con la claridad estratégica necesaria para almacenar esas llamadas y darlas a conocer en el contexto de la inminente presentación del segundo informe del GIEI? No hay que ser avezado en el análisis del comportamiento de la delincuencia organizada para advertir que no es así. Más aún, la confusión que genera una revelación ilegal como ésta, demanda de quienes participamos en el debate público mucha claridad: no lo dudemos, sólo desde el poder gubernamental puede provenir un embate centrado en el uso de esta información.
La campaña contra las defensoras y defensores va en aumento. El uso de grabaciones ilegales de llamadas privadas supone una escalada de extrema preocupación. Con dos años de sexenio por delante, y con un gobierno cuyos niveles de aceptación disminuyen mes a mes, el escenario puede empeorar. Toca a la sociedad acuerparse y acompañarse para exigir garantías, a efecto de que las defensoras y los defensores podamos continuar realizando nuestra ineludible labor.