magine la escena: un interno en una cárcel del país que comparte el dormitorio con 25 personas en un espacio diseñado para seis, y dado el número de los que ahí habitan debe dormir amarrado y colgado de los barrotes de la reja.
Esta historia –ojalá lo fuera– fue motivo de reclamo en una demanda de amparo, donde el protagonista se quejaba de tortura sicológica derivada de dicha situación.
Escenas como la narrada no son ajenas a quienes conocemos de cerca la prisión. Es cierto que las cárceles están sobrepobladas, pero dicha situación no puede ser motivo para vulnerar los derechos humanos de quienes se encuentran privados de la libertad.
Esta penosa realidad revela la grave crisis de derechos humanos que se vive en el país, que es todavía más visible en los centros penitenciarios. Es el reflejo de una sociedad lastimada, de la falta de compromiso de las autoridades para remediar sucesos como el citado y para cumplir con sus obligaciones, que se traducen en generar las condiciones que permitan a las personas procesadas y sentenciadas privadas de libertad una vida en dignidad.
El hacinamiento es uno de los principales problemas en los centros de reclusión, que se vincula con la capacidad del lugar y la superficie que ocupa cada persona. No es suficiente que se tengan, por ejemplo, las camas necesarias, sino que el perímetro del que se dispone para cada una de ellas también es relevante para no generar en sus ocupantes trastornos de ningún tipo, incluyendo actos de violencia.
Las condiciones de vida en prisión son de suma importancia, en principio porque revelan la receptividad del Estado; además, porque determinan la autoestima y la dignidad humana, y a la postre son factores que repercuten en la reinserción de la persona sentenciada a la sociedad.
Algunos de los elementos que influyen en la sensación de bienestar son la calidad del alojamiento, la alimentación balanceada, áreas comunes para actividades escolares y recreativas, la vestimenta, el acceso a instalaciones sanitarias adecuadas y la visita de familiares.
El espacio reducido y el hacinamiento están estrechamente ligados con el incremento del riesgo de contraer enfermedades, además de desarrollar síntomas de estrés, ansiedad y depresión, lo que pone en riesgo la salud física y mental, con el consecuente menoscabo a la privacidad e integridad personal.
En este sentido, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido que esta condición constituye una violación a la integridad personal, síquica y moral de las personas. Asimismo, para el Comité Europeo para la Prevención de la Tortura y de las Penas o Tratos Inhumanos o Degradantes, dicha condición genera un aumento de tensión en el ambiente, lo que trae como consecuencia mayor violencia.
La alarmante situación es perceptible en el informe que presentó en 2014 Juan Méndez, relator de la Organización de las Naciones Unidas sobre las cárceles en México, en el que expone que 248 mil 487 mujeres y hombres están recluidos y distribuidos en centros con una capacidad total de 197 mil 993 personas. Y que de 389 centros de detención en el país, 212 tienen sobrepoblación. Dichas cifras son preocupantes, pero no reflejan la dimensión del problema.
El hacinamiento es evitable, por tanto, es importante la creación de políticas públicas integrales que favorezcan la dignidad e integridad de las personas en reclusión.
Son muchas y muy variadas las acciones que deben implementarse, como la aplicación de sanciones no privativas de libertad, la concesión de amnistías y liberaciones por razones humanitarias, así como la revisión y reforma del marco legislativo con la finalidad de despenalizar y/o sancionar ciertos delitos sin privación de libertad.
Especialmente habrá que hacer realidad los motivos que dieron lugar a un nuevo sistema de justicia penal que en breve, junio próximo, estará operando en la totalidad del territorio nacional. Los comúnmente conocidos como juicios orales
habrán de simplificar y acelerar los procesos que, como regla general, se efectuarán con la persona imputada en libertad. Algunos juicios podrán terminar en forma anticipada y siempre bajo los principios de debido proceso y presunción de inocencia.
A las y los juzgadores, así como a las autoridades penitenciarias, nos corresponde velar por que todas las personas gocen de los derechos humanos reconocidos por la Constitución y los tratados internacionales. Sobre todo en un contexto de violencia y crisis de derechos humanos que obliga a defender la dignidad y la integridad de las personas.
Como diría Michel Foucault, en las prisiones el poder no se oculta, no se enmascara, se muestra como tiranía llevada hasta los más ínfimos detalles, poder cínico y al mismo tiempo puro, enteramente justificado al interior de una moral que enmarca su ejercicio.
Palabras fuertes, duras, que obligan a garantizar que en el caso de las personas privadas de la libertad el respeto a esas prerrogativas se cumpla. Es necesario un sistema penitenciario que privilegie la dignidad y la reinserción efectiva sobre la base del trabajo, la educación, la salud y el deporte.
¡Para soñar, no se debe dormir colgado!
* Magistrada federal y académica universitaria