l domingo pasado arribó al Zócalo capitalino la Caravana por la Paz, la Vida y la Justicia, cuyos diversos contingentes salieron el pasado 28 de marzo de Honduras, El Salvador, Guatemala y México, y se dirige a Nueva York, ciudad a la que tiene previsto llegar el 18 de abril, un día antes de que se inicie la sesión especial sobre estupefacientes que realizará la Asamblea General de la ONU. El grupo, integrado por expertos, líderes de movimientos sociales y familiares de víctimas de la guerra contra las drogas, participó ayer en un acto en el Museo de la Ciudad de México; luego sostuvo una reunión en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
En su andar, los integrantes de la caravana han recibido y difundido testimonios y reflexiones sobre el monumental costo social y humano que ha tenido en estos países la estrategia antidrogas impuesta por Estados Unidos con la colaboración de los gobiernos locales. Más que el narcotráfico, que le sirvió de pretexto, esa estrategia ha cobrado centenares de miles de vidas, ha devastado el tejido social de grandes regiones, ha carcomido las instituciones, ha propiciado la corrupción y, paradójicamente, ha dado mayor fuerza a las organizaciones delictivas a las que supuestamente busca erradicar.
Lo más grave: la persecución oficial del narcotráfico en sus diversas expresiones ha facilitado el pavoroso deterioro del estado de derecho en general, y de los derechos humanos en particular. En nombre de la defensa de la civilización las políticas antidrogas han minado los valores civilizatorios al crear un margen amplísimo para el atropello, la arbitrariedad y la impunidad.
México ha vivido en carne propia, y de manera protagónica, tales fenómenos indeseables. Las carencias en educación, salud y empleo han hecho posible que centenares de miles de personas –si no es que millones– se involucren de una o de otra manera en las cadenas productivas de la producción y trasiego de estupefacientes ilícitos: desde los campesinos que cultivan mariguana y amapola hasta los grandes capos, pasando por profesionistas al servicio de los cárteles –abogados, médicos contadores, expertos en telecomunicaciones, entre muchos otros–, por jóvenes que se integran al sicariato, por personas de diversas edades y condiciones sociales que se convierten en camellos o narcomenudistas y hasta por niños que son reclutados como halcones.
En lugar de procurar la creación de fuentes de trabajo y el mejoramiento de las condiciones de vida en general, el gobierno de Felipe Calderón no tuvo escrúpulo alguno en declarar la guerra contra todo ese sector de la población, incluso con la esperanza explícita de que se mataran entre ellos
. Como resultado, el país vivió y sigue viviendo una de las etapas más violentas de su historia, con el agravante adicional de que tal violencia no apunta a transformación social alguna, sino hacia la barbarie pura y simple. La guerra contra las drogas se ha revelado más bien como una guerra contra la gente.
Las cúpulas del poder mundial empiezan a reconocer, después de décadas de muerte, destrucción y desintegración institucional, que la estrategia ha fracasado, y en los más altos organismos internacionales e incluso en algunos gobiernos se escuchan llamados a modificar radicalmente los enfoques oficiales de la lucha contra los estupefacientes y se empieza a hablar, por fin, de la necesidad de priorizar las perspectivas de salud pública por sobre los equívocos criterios de seguridad nacional.
Tal es el telón de fondo de la Caravana por la Paz, la Vida y la Justicia. Se trata, sin duda, de un momento propicio para el reclamo social, tantas veces desoído por las instancias gubernamentales y por los organismos multilaterales. Cabe esperar que sea atendido y que se ponga fin de una vez por todas a esta guerra desastrosa y particularmente absurda.