l presidente de Argentina, Mauricio Macri, fue imputado formalmente ayer para ser investigado por la justicia de su país a fin de determinar si incurrió en omisiones dolosas en sus declaraciones juradas acerca de un par de empresas presuntamente creadas por su padre en un paraíso fiscal; una de ellas operó cuando el funcionario era alcalde de Buenos Aires y la otra continúa activa. El mismo día, el primer ministro británico, David Cameron, admitió haber tenido hasta 2010 una participación menor en una compañía propiedad de su padre, por medio de la cual se habrían canalizado más de cinco millones de euros a países donde rige una completa opacidad bancaria.
Los escándalos en que se encuentran ambos mandatarios se producen en el contexto de los Papeles de Panamá, como se conoce a la filtración de millones de documentos de la compañía consultora con sede en Panamá Mossack Fonseca. Dicha firma asesoraba a miles de personas alrededor del mundo en la creación empresas offshore en paraísos fiscales, donde sus flujos de efectivo no pueden ser rastreados por las instancias fiscales ni es necesario comprobar la procedencia legal de los recursos manejados.
Aunque estas operaciones no necesariamente implican la comisión de actos ilícitos, sí constituyen al menos una grave transgresión ética, primordialmente en el caso de funcionarios públicos, que al asumir un cargo declaran ante la justicia no poseer más patrimonio que el oficialmente declarado.
Lo que queda claro tras la imputación a un jefe de Estado y el reconocimiento de un manejo opaco del patrimonio por parte de otro es que los movimientos financieros en los que se encuentran involucrados, aun si no llegaran a constituir actos delictivos, representan faltas morales inaceptables en servidores públicos. El engaño a la sociedad que conllevan esas maniobras monetarias turbias anula su autoridad para seguir gobernando y representa una pérdida irreversible de credibilidad.
Tal es la lógica política que llevó a la renuncia al ex primer ministro de Islandia, Sigmundur David Gunnlaugsson, luego de las multitudinarias protestas que siguieron a la revelación de que, mediante una empresa offshore, su esposa era acreedora de bancos islandeses quebrados, deuda cuyo valor dependía de decisiones gubernamentales. Más allá de que la dimisión haya sido producto de un reconocimiento personal de la gravedad de la falta, o de la capacidad social e institucional imperante en Islandia para acotar las desviaciones del mínimo espíritu republicano, el camino seguido en el país nórdico marca una brújula para el resto de las administraciones implicadas en la trama de cuentas secretas.
Ciertamente los gobernantes referidos no son los únicos con problemas de confianza tras la difusión de los Papeles de Panamá. Circunstancias similares salpican a los mandatarios de Arabia Saudita y Ucrania, por no mencionar a ex dirigentes de Irak, Jordania, Sudán y otros, ni a los gobernantes que tienen estrechos lazos de amistad o negocios con algunos que han sido pillados como clientes de Mossack Fonseca.
En suma, para Argentina y Gran Bretaña se presenta la disyuntiva entre seguir el ejemplo islandés de rápido reconocimiento de responsabilidades o pretender la salida saudita, donde hasta ahora la revelación de que el rey es titular de cuentas en las Islas Vírgenes Británicas no ha suscitado ni una sola protesta ni una explicación oficial mínimamente seria. Las decisiones que Macri y Cameron tomen ahora, así como la reacción de la institucionalidad de que forman parte, serán determinantes en la credibilidad democrática de los estados argentino y británico.