Opinión
Ver día anteriorSábado 26 de marzo de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
La tumba de Villa
E

n una de las bases del Monumento de la Revolución, en la capital de la República, hay una placa que dice simplemente Villa. Se trata de Pancho, naturalmente, cuyo nombre original fue Doroteo Arango Quiñónez. Data la dicha placa de 1976, cuando los supuestos restos mortales del centauro del Norte fueron sacados del cementerio de la población chihuahuense de Hidalgo del Parral para ser llevados al Distrito Federal.

Se trataba de que no faltara ninguno de los revolucionarios más notables en aquella enorme construcción que, originalmente, se suponía que iba a ser el Palacio Legislativo. No importaba que algunos de los que ahora descansan juntos, en vida hayan llegado a ser enemigos irreconciliables, se hayan aventado incluso de balazos y más de uno haya sido el causante directo o indirecto de la muerte de otro. La idea era que todos estuvieran juntos y la Revolución, por fin, diera muestras de cohesión y de unidad.

En realidad Villa era el que más falta hacía, pero nadie se había atrevido hasta entonces a sacarlo de Hidalgo del Parral: en el solar que tanto amó.

Como es bien sabido, el héroe más popular de la historia de México fue acribillado a tiros el 20 de julio de 1923, cuando tenía solamente 45 años de edad, precisamente desde la casa parraleña que hoy alberga un sencillo museo en el que se eternizan los últimos acontecimientos de la vida del famoso y controvertido guerrillero.

Durante muchos años, la tumba en la que reposó en Parral fue motivo de gran veneración, aunque se dice que, en 1926, fue saqueada por un gringo que se robó la calavera… Luego hasta se decía que vendían cráneos de Villa de distintas edades…

Una fría tarde de enero, al andar cerca de Parral, aproveché para cumplir un anhelo de juventud y, solo y mi alma, a pesar de que llegué un poco tarde, logré que me permitieran entrar al sagrado recinto y hacer una muda, solitaria y emotiva guardia ante la famosa tumba.

En el trance me sorprendió una voz, anciana pero muy recia, que me dijo:

¿Qué piensa usted de Pancho Villa?

Siguiendo con la prudente logística revolucionaria, debí haber contestado, diga usted primero, pero, embargado como estaba por la emoción me quise desafanar rápidamente del hombre recitando lo que en realidad es una canción:

la angustia no es muy sencilla:

¡Qué falta le hace a mi patria

Me tomó entonces del brazo con mano aún firme:

–¿Qué opina de que se lo hayan llevado al Distrito Federal?

Pude haberle espetado un rollo contra el centralismo mexicano que impúdicamente sustrae de los pueblos lo que les pertenece, pero contesté con explícita y patriótica brevedad:

–¡Son tiznaderas!

Me convenció de seguirlo porque me dijo que ahí en su cuchitril estaba calientito. Ahí, me explicó que cuando se supo que los restos del General iban a ser llevados a México, algunos villistas decidieron poner otro féretro en su lugar y que, mientras en la capital están muy contentos con su Villa, aquí tenemos todavía al verdadero.

Le creí a pies juntillas por la sencilla razón de que me gustó hacerlo.

De cualquier manera, dos palabras no me pude quitar de la mente durante mucho tiempo después de salir de ahí: ¡Viva Villa!