Opinión
Ver día anteriorJueves 24 de marzo de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Una guerra novedosa
L

as decenas de muertos y centenas de heridos, víctimas de los atentados de Bruselas, sumergieron a Bélgica y a Europa en una nueva forma de terror. Aparición de una guerra inédita: no corresponde para nada a los antiguos esquemas. Estamos en guerra, dice el presidente de Francia, quien no parece encontrar las palabras para definir un fenómeno que rebasa a todos.

En París, la llegada de una primavera tibia había hecho creer, a pesar de las múltiples conmemoraciones, que el recuerdo de los muchachos y adultos asesinados el 13 de noviembre pasado en el Bataclan y varios cafés-bar se había hundido suavemente bajo la tierra congelada del invierno.

De repente, la información, el bombardeo de imágenes sangrientas venidas de Bruselas, reavivaron recuerdos de la tierra muerta, revestidos ahora con un sentimiento más insidioso que el del simple terror.

Los olvidos, cuando vuelven, se asemejan a los aparecidos. Dejan su condición de fantasmas, a quienes puede ahuyentarse con unas cuantas palabras, ni siquiera mágicas. Descarnados, cobran más fuerza, como si quisieran vengarse de nuestra falta de memoria.

Los sangrientos sucesos de Bruselas dieron más realidad, puede decirse, a los ocurridos en París el 13 de noviembre. Sí, habían tenido lugar, ocurrieron, unos y otros, y podían volver a ocurrir. En cualquier parte, a la vuelta de una esquina, en un café, en una iglesia. No sólo en un aeropuerto, el metro o una estación de ferrocarriles. En el lugar más anodino y más improvisto. A cualquier hora del día o de la noche. Sin sirenas para anunciar un bombardeo, sin refugio adonde correr para protegerse.

Nada qué ver con guerras pasadas, cuando había tropas que se enfrentaban entre ellas. O peor: el fuego que caía del cielo sobre la población. Los bombardeos de enemigos, los nazis, o de los aliados que venían a salvar al país de la ocupación, me contaban franceses que los sufrieron. Recuerdo cómo me impresionó el escrito, en las ventanillas de los vagones del metro, que indicaba la prioridad de los asientos a los inválidos de guerra. No se trataba de una película estadunidense donde el héroe, Errol Flynn u otro actor a la moda, ganaba casi solo contra las tropas alemanas. Los mutilados eran reales. Como era real y estridente el sonido de las alarmas en París, cada miércoles primero de mes, a las 12 horas en punto y a las 12:10. Una alarma que nadie supo explicarme si era para recordar la guerra o para asegurarse del buen estado del mecanismo. Con el tiempo, a semejanza de todos los habitantes de París, me acostumbré a escucharla sin ponerle atención, sin pensar que durante los años de la guerra era el anuncio de un bombardeo inminente y se debía correr al refugio que eran los túneles del metro.

Ahora, no hay alarmas para anunciar la explosión de una bomba. La amenaza es tan real en Francia, y en Europa, como lo fue durante la Segunda Guerra Mundial, como lo es en países árabes, y otros, bombardeados con el armamento sofisticado, comprendidos los drones, de las naciones dominantes.

La diferencia de esta nueva guerra, si no mundial, sí entre Europa, para no hablar de todo el territorio llamado Occidente, y el Estado Islámico, Daesh, que ya reivindicó el atentado, es lo imprevisible del ataque. La amenaza constante, en medio de un remanso de aparente tranquilidad. Imparable ataque de una persona, vestida de civil, dispuesta a suicidarse, cargada de explosivos, convencida de la recompensa en el más allá, mártir de una causa.

Otra diferencia notable es que no se ven dos ejércitos de militares en uniforme matándose entre ellos en un campo de batalla. No se ven sino civiles: los agresores sin uniforme y las víctimas, un pasante como usted y yo. Hombres, mujeres, niños, en quienes cada uno puede reconocerse. Sobrevivientes aterrorizados, o muertos. Es fatal que la sicosis se esparza.

Anoche, la torre Eiffel se iluminó con los colores de la bandera belga en signo de solidaridad.