on 140 largometrajes en 2015, el cine mexicano puede presumir haber roto el récord de producción alcanzado en 1958, cuando se filmaron 135 películas, y dejado muy atrás el desafortunado saldo de tan sólo siete largometrajes en 2002. Con 286 millones de asistentes a sus salas de cine, México puede ser visto en el resto de América Latina como una nación de cinéfilos, y no vacilan en aseverarlo así diversas publicaciones. Con una Cineteca Nacional que en 2015 tuvo 40 mil espectadores más que el año anterior, superando de nuevo la cifra de un millón de asistentes al año, pocos países podrían vanagloriarse de tener un centro semejante de exhibición alternativa. Si a todo ello se añade la existencia de 402 cineclubes registrados en territorio nacional (125 de ellos en la capital del país), el panorama se antoja formidable. Considérese además que el Estado sigue siendo el máximo productor de cine en México, pues de las 140 películas filmadas apoyó ese año a 94, o sea 70 por ciento, con estímulos fiscales para la producción y la distribución, dejando las otras 46 en manos de la iniciativa privada. ¿Por qué se insiste entonces en hablar de una crisis endémica en la industria fílmica nacional?
Los datos anteriores se desprenden del informe contenido en el Anuario estadístico de cine mexicano que con regularidad publica el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), y que este año se presentó durante el Festival Internacional de Cine en Guadalajara. Comentado de manera crítica y puntual por uno de sus presentadores, el profesor José Woldenberg, el balance se aleja mucho de esa gran ilusión de éxito que insisten en proclamar las instituciones gubernamentales. No sólo el cine mexicano atraviesa hoy por una crisis muy severa, sino que paradójicamente el número elevado de cintas producidas, lejos de corregirla, sólo la subraya de modo elocuente. ¿Qué sucede en realidad? A pesar del incremento de producciones, la cuota de mercado para el cine nacional en 2015 fue inferior a la de 2014 y más baja aún que en 2013, representando 6 por ciento. Esto significa que de los 286 millones de asistentes mencionados, sólo 17.5 millones vieron cine mexicano, cifra muy inferior a la de 30 millones (12 por ciento) en 2013. De todos esos espectadores, 4.1 millones tuvieron como cinta favorita el producto de animación Un gallo con muchos huevos, que compite con otros títulos igualmente emblemáticos, El gran pequeño, A la mala y Don Gato: el inicio de la pandilla.
En la magna producción de 140 títulos, cosecha 2015, tan sólo esas cuatro cintas comerciales atrajeron un total de más de 10 millones de espectadores. Muchas otras producciones apenas sobrevivieron en cartelera con un promedio de 10 mil espectadores cada una, algunas con mucho menos. Los lanzamientos comerciales arrojaron contrastes similares: a título de ejemplo, Un gallo con muchos huevos salió al mercado con 1891 copias; Güeros, 49; Somos Mari Pepa, 35; Ayotzinapa, crónica de un crimen de Estado con dos, y así sucesivamente. Apostar de este modo por la deliberada infantilización del gran público, no es una hazaña que realmente dé lugar a ninguna celebración, dentro o fuera del país.
No es sorprendente que con una política que favorece la prosperidad de un cine abiertamente mercantil, en detrimento de propuestas más interesantes destinadas a desaparecer de las salas a pocos días de su estreno, muchos espectadores hayan optado por abandonar globalmente al cine mexicano. De nuevo, las cifras son elocuentes: el cine hollywoodense atrae 84 por ciento de la asistencia; el europeo 8 por ciento, y el resto de países 2 por ciento, quedando México con una reducida cuota de 6 por ciento. Muchos de los estrenos nacionales de calidad terminan o inician su corrida en los cineclubes y en especial en la Cineteca Nacional, donde logran permanecer hasta ocho semanas, algo totalmente impensable en las salas comerciales.
Hasta el momento no existe una clara voluntad política por parte del gobierno para solucionar el grave problema que enfrenta el cine mexicano. Ninguna medida proteccionista frente a la invasión de películas estadunidenses, ningún replanteamiento de un marco legal claramente desventajoso para la producción nacional de calidad, ninguna iniciativa para modificar las cláusulas del Tratado de Libre Comercio, que dolosamente perpetúan las disparidades manteniendo al cine como una mercancía más y no como el producto cultural que debería ser. En lugar de ello, sólo estrategias de dilación y distracción como el lanzamiento de nuevas plataformas digitales para compensar, en lo posible, por el agudo problema de una pésima distribución y exhibición del cine mexicano de calidad. José Woldenberg aventura una propuesta interesante: crear una distribuidora estatal. ¿Pero existe una voluntad política real para hacerlo? ¿Sirve por lo demás de algo facilitar burocráticamente decenas de producciones nuevas que muy poca gente verá fuera de los festivales? Luis Pablo Beauregard en El País (9/3/16) señala de modo contundente la paradoja: México busca romper el destino de la tragicomedia que vive: cada vez se hacen más películas que menos gente está dispuesta a ver
. La pregunta inevitable sería: ¿Realmente se busca acabar con esa tragicomedia?
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