esde Texas, donde realiza una gira de trabajo, el presidente Enrique Peña Nieto afirmó ayer que el país pasa por una transición energética
que permitirá romper los monopolios estatales
de Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad, lo cual redundará, dijo, en beneficio de los consumidores. Aseguró que resultado de la reforma energética instrumentada por su gobierno hay una treintena de empresas transnacionales prestas a invertir en el sector energético mexicano y se felicitó por la integración entre nuestro país y el estado vecino, del que proviene 75 por ciento de las importaciones de gas natural.
Horas antes Peña Nieto anunció que a partir de marzo las empresas privadas podrán importar libremente gasolina y diesel, lo que permitirá la proliferación de gasolineras de marcas extranjeras en el territorio nacional.
Para poner las declaraciones del titular del Ejecutivo federal en perspectiva cabe recordar que la economía nacional y los consumidores del país han padecido desde el sexenio pasado la carga del encarecimiento desmesurado de los combustibles. El gobierno calderonista justificaba este fenómeno alegando que en el territorio nacional debían imperar los precios internacionales
(aunque ya para entonces éstos eran inferiores a los mexicanos en diversos países); que, ante la falta de capacidad de la planta de refinación nacional, Pemex se veía obligado a importar gasolinas del extranjero y que los hidrocarburos se encontraban al alza en los mercados internacionales.
Pero hoy México sigue importando combustibles, los precios del petróleo están en uno de sus niveles más bajos en décadas y sin embargo el litro de gasolina en el país cuesta cerca de la mitad de lo que cuesta en Texas.
La razón de esta paradoja es que el gobierno ha encarecido artificialmente los combustibles para compensar la caída de la renta petrolera, afectada coyunturalmente por el desplome de los precios internacionales, pero también –y de modo permanente– por la transferencia de utilidades del Estado a las empresas particulares, mexicanas o foráneas, que hoy se llevan ganancias que antes de la reforma energética peñista ingresaban a las arcas públicas. A estos factores ha de agregarse que el inocultable desmantelamiento de Pemex realizado desde el poder público en sexenios recientes –y cuya más reciente expresión es el brutal recorte al presupuesto de la antigua paraestatal– ha traído en consecuencia una grave caída de la producción petrolera nacional.
Es posible que en el futuro próximo, conforme las cotizaciones de los hidrocarburos recuperen niveles razonables en el mundo, se dinamicen las inversiones de las transnacionales energéticas en el país. Pero el gobierno tendrá que sacar de algún lado los recursos que antes obtenía de Pemex y no parece haber otra vía a la vista que un impuesto a los combustibles. Así pues, no es claro cómo la privatización de la industria petrolera en todos sus segmentos –desde la prospección hasta los expendios de gasolina– podría incidir en una reducción de los precios.
Fuera del sector energético una manera posible de compensar los recursos que han dejado de pertenecer al Estado sería, por un lado, una política fiscal equitativa y estricta hacia los grandes capitales, opuesta a esa complacencia que en 2014 hizo perder a las arcas públicas más de un billón 200 mil pesos debido a beneficios impositivos, devoluciones a grandes empresas y evasión global, como lo informó el lunes pasado la Auditoría Superior de la Federación.
Otra forma de equilibrar las finanzas públicas sería una verdadera política de austeridad en la que dejara de verse como normal y legítimo, por ejemplo, que funcionarios gubernamentales cenen caviar y champán en el extranjero con cargo al dinero público. Pero, a lo que puede verse, no existe en el grupo gobernante disposición a transitar por ninguno de esos caminos y no es verosímil, en consecuencia, que las políticas actuales vayan a traducirse en un abaratamiento de los combustibles.