Rumores, sombras, nombres
n un pueblo tan pequeño se conoce la historia de las casas y de la gente: dos mil almas en su infierno, en sus pequeñas glorias compartidas, fechadas. No es de extrañar que todos sepan que el l3 de diciembre Julián –ese muchacho alto con un mechón blanco en el pelo, herencia de su padre– había intentado quitarse la vida arrojándose al paso del ferrocarril. Frustró el intento la intervención de algunos viajeros y los comerciantes que esperaban la llegada del tren para ofrecer sus mercancías a los que iban de paso a la ciudad.
No se tiene noticia de que antes de Julián haya habido un suicida en el pueblo. Allí las personas mueren según lo señalado en su destino. Es una ley no escrita que nadie se había atrevido a romper. Julián lo hizo a los 23 años de edad, con toda la vida por delante, robándoles el turno a los mayores.
Con ninguno de ellos ha hablado Julián de los motivos que le inspiraron la idea de suicidarse; tampoco de lo que sintió al abrir los ojos y verse en su cuarto a pleno mediodía, hora a la que no pensaba llegar y, sin embargo, resultó ser el punto de partida de su nueva vida.
II
Volviste a nacer. Dale gracias a Dios de que gente buena te impidió llevar a cabo esa locura porque si no, en este momento yo estaría... Ay, no quiero ni pensarlo
, le dijo su madre entre lágrimas cuando lo vio taparse la cara con la sábana y se arrojó sobre él para preguntarle cómo era posible que hubiera querido hacer algo tan espantoso. ¿No sabía que la vida nos la da Nuestro Señor y sólo Él puede quitárnosla? ¿Ignoraba que quienes desobedecen la ley divina están sentenciados al infierno?
Sólo de pensar en que su hijo pudiera sufrir esa condena, Delia sintió que la abandonaban las fuerzas. Con el pretexto de consolarla, los vecinos que habían salvado y conducido a Julián a su casa permanecieron en el cuarto, de pie, listos para someter al muchacho en caso de que le sobreviniera otro arranque de locura; pero sobre todo, esperando verlo llorar arrepentido, oírlo pedir perdón y al fin agradecerles su gesto hacia él.
No ocurrió nada de eso. Julián se limitó a sepultarse bajo las sábanas para huir de la mirada inquisitiva de sus salvadores y la curiosidad de sus vecinos.
Los conocía: eran buenas personas, dignas de respeto y de aprecio. Sin embargo, al verlos invadiendo su cuarto empezó a sentir hacia ellos un odio y un rencor inexplicables.
Le habría gustado decírselos para que dejaran de mirarlo con lástima, de arriba hacia abajo, pero no lo hizo para evitar que huyeran ofendidos. Los necesitaba allí para preguntarles con qué derecho habían interferido en su decisión, pero, en ese momento, fue incapaz de hacerlo. Se sintió otra vez aniquilado y empezó a llorar; primero suavemente y después de una manera que partía el alma.
Los presentes interpretaron el llanto desgarrador como prueba de contrición. Se lo decían a Delia y la abrazaban pidiéndole que se alegrara porque su hijo estaba lavando su culpa con lágrimas de arrepentimiento. De un manotazo Julián apartó la sábana que lo cubría y se irguió. Con el cabello en desorden y los ojos enrojecidos, semejaba un resucitado.
III
Julián abrió la boca, pero no logró pronunciar ninguna palabra, aunque todas estuvieran en su cabeza, esperando una orden suya para decir por qué verse salvado le producía enojo y frustración incontenibles: llevaba años acariciando la idea del suicidio, escondiéndola para que su madre no leyera sus pensamientos. Dios podía hacerlo, pero Él estaba tan lejos de aquel pueblo...
Por supuesto Julián había ocultado otros anhelos: gritar con todas sus fuerzas cuando lo persiguieran ciertos recuerdos; poder contarle sus experiencias a alguien dispuesto a guardarlas en secreto; inundarse en la tibieza, en la humedad de otra mujer. Ansiaba, sobre todo, irse del pueblo sin carga y a paso firme, sin mirar atrás, sin detenerse sintiéndose culpable cuando Delia lo paralizara con el argumento de siempre: ¿Vas a abandonarme como hizo Efraín, tu padre?
Desde su cama, Julián miró a cada uno de los presentes. Le bastó con eso para saber que ninguno lo entendería si les dijera que para abrir la última puerta hay que sobreponerse a la indecisión. Después de infinitas dudas, él había logrado derrotarla. Marcó una fecha. Era un paso adelante, pero faltaban muchos otros. El camino hacia el suicidio es complicado y presenta obstáculos que parecen insuperables. Primero la cobardía. Julián la venció dejándose llevar por su instinto de muerte, sin preguntarse acerca del después ni de nadie, ni siquiera de su madre. ¿Vas a abandonarme como lo hizo Efraín, tu padre?
IV
Para llegar a su objetivo Julián había hecho enormes esfuerzos durante años. En unos cuantos minutos perdieron su sentido gracias a la atingencia de los vecinos y los comerciantes que se empeñaron en evitarle la muerte. Todos ellos deben sentirse héroes, benefactores, hombres buenos que, además, salvaron a Delia del más terrible sufrimiento. No imaginan siquiera que su triunfo significó para Julián el regreso a su infierno: este cuarto. Aquí creció, aquí ha esperado el amanecer; aquí ha visto llegar noches interminables en las que se confunden los rumores, las sombras y los nombres.