urante la ceremonia de bienvenida oficial ofrecida al papa Francisco en Palacio Nacional, el presidente Enrique Peña Nieto expresó que la visita del dirigente católico se trata del encuentro de un pueblo con su fe
. Al acto que tuvo lugar la mañana del sábado asistieron también los representantes de los poderes Legislativo y Ejecutivo, así como más de 2 mil invitados –empresarios, dueños de medios de comunicación, gobernadores y funcionarios federales con sus familias–. Cabe destacar que el argentino Jorge Mario Bergoglio es el primer pontífice que visita la sede del Poder Ejecutivo mexicano.
Más allá del cariz protocolario con que se presentó, esta ceremonia constituye una anomalía en la institucionalidad federal, pues queda claro que la presencia del pontífice en Palacio Nacional tendría plena justificación en el contexto de una visita de Estado, mas no en el curso de una gira pastoral como la presente. De manera adicional, las profesiones de credo emitidas por el presidente Peña Nieto y el trato de Santidad
que dispensó al líder religioso dejan en entredicho el respeto del titular del Ejecutivo federal y de su gobierno por el precepto constitucional que consagra la laicidad del Estado, cuya importancia para la dignidad de todos los mexicanos resaltó el propio mexiquense en su discurso de bienvenida.
A estos aspectos criticables en el descuido de las formas institucionales se suma la falta de congruencia entre las posiciones emitidas por el Ejecutivo durante la ceremonia de ayer y aquellas que han caracterizado el ejercicio de la actual administración. En efecto, resulta preocupante que sólo ante la visita del dirigente católico el gobierno admita los efectos perversos del actual modelo económico, pese a que éstos han sido denunciados y padecidos por la población durante más de tres décadas, sin que ello haya ameritado, hasta ahora, el mínimo gesto de comprensión o solidaridad de las autoridades. Similares juicios pueden formularse respecto de las críticas formuladas, en el discurso presidencial, contra el consumismo, el individualismo y demás valores que son cotidianamente preconizados, en la práctica, por el actual grupo en el poder.
Así, da la impresión de que el gobierno mexicano busca congraciarse con un personaje como Jorge Mario Bergoglio, cuya proyección mediática y liderazgo son incuestionables, y quien se ha convertido en una voz respetada en el ámbito internacional por la consistencia mostrada hasta ahora en la renovación del discurso pastoral y la recuperación, en él, de las problemáticas sociales.
Esa actitud gubernamental, en conjunto con el carácter anómalo y cuestionable del recibimiento papal en Palacio Nacional, dan cuenta de una administración más proclive al oportunismo que a la formulación de análisis honestos, autocríticos y profundos sobre la realidad nacional. En ausencia de esos elementos, ceremoniales mediáticos como el de ayer resultan estériles y hasta contraproducentes para la credibilidad de la clase política en su conjunto.