ajo el título de El precio de la sal, que sugiere condenas bíblicas en las planicies de Sodoma, Patricia Highsmith, autora de exitosas novelas policiacas (Extraños en el tren, El talento de Mr. Ripley, entre otras), publica en 1952, bajo el seudónimo de Claire Morgan, el sulfuroso relato de una relación conyugal conducida al fracaso; contrariada, desde tiempo atrás, por la inclinación lésbica de Carol Aird, la esposa vista como una paria sexual reprobable. El encuentro de la acaudalada neoyorquina Carol con la joven diseñadora de arte Thérèse Bellivet, 20 años menor que ella, y la pasión amorosa que surge entre las dos, termina precipitando el drama. El marido despechado se propone espiar cada paso de su cónyuge y violentar su intimidad tendiéndole celadas mediante un detective privado, para finalmente reclamar la custodia de su pequeña hija como una humillación final para una madre indigna, adúltera recalcitrante.
Aunque El precio de la sal fue la primera y única incursión de Patricia Highsmith en una temática abiertamente homosexual, lo que proponía además en su novela era un desenlace, si no feliz, al menos sí alejado de las condenas de rigor en los años 50. Y si bien esa propuesta no era algo enteramente nuevo en la literatura estadunidense (Gore Vidal había publicado cuatro años antes, en 1948, y con un título parecido, su novela pionera en el tema, La ciudad y el pilar de sal), esta vez se trataba de una mujer, una escritora reconocida, quien se atrevía a desafiar las convenciones morales dominantes. El escándalo se adivinaba por ello todavía mayor. Por esa razón, y para evitar un posible aislamiento en el mundo literario, la autora se sintió obligada a esconder su identidad detrás de un seudónimo y sólo consintió a publicar, 30 años después, en una época menos inclemente y ya con su nombre, su viejo éxito editorial con el nuevo título de Carol.
Si algo describe con acierto el cineasta Todd Haynes en Carol, su sensual adaptación de la novela, es precisamente el clima de temores y recelos, de persecución social y acoso homofóbico que prevalecía en la era macartista. Se trata de una incisiva mirada a una existencia condenada al disimulo y a la clandestinidad (el closet como único espacio vital respirable), y a la temida exposición pública de una orientación sexual distinta como una tragedia capaz de destrozar un hogar o toda una vida. Ya en 2002, el director había ofrecido en Lejos del cielo, su novedosa versión del melodrama clásico de Douglas Sirk, Lo que el cielo nos da (All that heaven allows, 1955), un retrato semejante; de algún modo, el contrapunto masculino de la protagonista Carol, con Dennis Quaid y Julianne Moore en los papeles centrales.
En Carol, sin embargo, Haynes, el siempre provocador cineasta queer, se toma unas cuantas libertades en los detalles y sobre todo en el tono. Cambia la profesión de la joven Thérèse (Rooney Mara), ahora vendedora en un almacén y aficionada a la fotografía, para acentuar el contraste social con la esplendorosa Carol Aird (Cate Blanchett, formidable), y añadir así a la notoria diferencia de edades, la irresistible atracción del abismo social entre las dos. Por si eso fuera poco, se acentúa la originalidad del punto de vista de la parte seductora. Contraviniendo una narrativa tradicional, no es la mujer madura la que acosa y corteja con denuedo a su joven objeto de deseo, sino la propia Thérèse, quien transita de su deslumbramiento inicial frente a la glamorosa perfección de Carol hacia un papel de seducción más activo que le lleva a tomar iniciativas insospechadas.
La dinámica de la pareja gana vitalidad y brío en su empeño por saltar obstáculos sociales y asumir con plenitud su condición de transgresoras sexuales en fuga, de un motel a otro. Basta ver a Carol frente al dilema que le plantea tener que separarse de su hija o sucumbir de lleno a la pasión socialmente ílicita, y calibrar su decisión final, para ver a qué punto Todd Haynes ha transformado el relato original de Patricia Highsmith en algo más sugerente aún y más perturbador.
Había ya en El precio de la sal los toques de una narrativa orientada un poco hacia el cine negro, una suerte de trama a lo Mildred Pierce o Serenade, de James M. Cain, en clave pasional heterodoxa. Esas insinuaciones se vuelven en Carol, la película, abiertas reivindicaciones de una marginalidad sensual y placentera, muy de espaldas a los acomodos domésticos convencionales. La elegante recreación escenográfica de un Nueva York muy vintage en vísperas navideñas, de los vestuarios y maquillajes escrupulosamente estudiados, la destreza actoral de dos actrices que centran su elocuencia en la intensidad de sus miradas, todo ello confiere una perfección estética a lo que socialmente fuera una imperfección deleznable. ¿Lejos del cielo? Por esta vez, más cerca de él que nunca en el jubiloso cine de Todd Haynes.
Se exhibe en salas comerciales y en la Cineteca Nacional.
Twitter: @Carlos.Bonfil1