Viola chilensis
l año próximo –el 5 de febrero– se cumplirán 50 años del suicidio de Violeta Parra, acaecido en su carpa La Reina.
Las primeras canciones que de ella escuché, en LP ya clásico, fueron sus últimas. El adjetivo está incluido en el nombre del disco.
–¿Y por qué últimas? –se le preguntó. –Porque lo son –contestaría ella sin el menor signo de drama.
Leí en los setenta un libro –aunque breve afectuoso e informado– sobre ella, el cual ya no recuerdo si extravié o regalé. Alguien me dio en Xalapa un volumen antológico de sus canciones editado en Francia.
Después leería las décimas de su vida, cantaría sus composiciones.
Pero volviendo a la primera vez que la oí (¿empezaba el vinilo con Gracias a la vida; ¿hay dos versiones respecto al orden de las piezas?) fue como si oyera un hilito de agua caer rumbo al arroyo. Así de fresca, de simple, de necesaria.
La voz de Isabel, su hija, más educada, tiene todo mi aprecio, pero en la de la madre hay un regusto a tierra, y no nada más a su tierra, elemental.
Si hablando de su música y su poesía alguien me preguntara quién es para mí Violeta Parra contestaría sin dubitación: –En algunos aspectos me recuerda a mi madre; era como ella.
En la vena popular que es obvio llevo, su corriente se hace sentir o por lo menos, espero, se deja ver.
En mí ha quedado más como leyenda que como realidad; o como realidad legendaria, igual que muchos otros de mis guías protectores.
Pero toda vida bien vivida (lo que no necesariamente equivale, buenas conciencias, a vivida bien) teje y desteje, con desparpajo, su leyenda, vive, de otro modo dicho, su poesía como quiere, como le da la gana.
Varias anécdotas, cuya veracidad no he verificado y que no contaré acá, me la pintan de cuerpo completo, como de cuerpo completo pinta a Juan Sebastián Bach (Hugo Hiriart dixit) el libro que sobre él se atribuye, sin fundamento alguno, a Ana Magdalena.
Quise hablar acá de la poesía de la Violeta, quizá la próxima lo haga, no lo sé. Sé, sí, que poeta es, aunque en otra tesitura, no menos que su hermano (no hablo de grandeza ni considero que ésta sea una aclaración cobarde –la grandeza no me interesa tanto–, sino de profundidad y capacidad comunicativa), el más que centenario Nicanor, quien le dedicó célebre elegía cuyo punto de partida proviene del arranque de Al Céfiro, poema del Siglo de Oro de Esteban Manuel de Villegas, nacido, cosas de la vida, un 5 de febrero.